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¿Qué estrategia de futuro para los servicios sociales?

por Manuel Aguilar Hendrickson

Los servicios sociales pasan por un momento importante, tal vez decisivo, en España. Las reformas de los años 2000 y en especial la ley de Dependencia, el impacto de la crisis económica en términos de pobreza, vidas rotas y exclusiones, y los recortes presupuestarios los han zarandeado y han puesto en evidencia algunos de sus problemas de fondo. Creo que no es exagerado decir que en estos años se está jugando cómo serán los servicios sociales de los próximos decenios.

Los servicios sociales en España están atravesados por las tensiones entre el modelo de acción social de un Estado de bienestar continental, familista y de baja intensidad protectora, y las necesidades de una sociedad postindustrial y envejecida. Aún hoy sigue vigente la concepción de los servicios sociales como una última red, escalón o nivel de protección dirigido a mejorar, aliviar y paliar las situaciones de desprotección, desamparo y exclusión que se escapan entre las redes de la protección social principal.

Pero la dinámica de una sociedad postindustrial, postfordista, hace necesario abordar al menos cuatro grandes cuestiones:

a) la insuficiencia de los ingresos derivados del empleo, bien cuando no se tienen (desempleo), bien cuando son bajos, inestables o discontinuos (empleo precario), bien cuando no se adecuan a las cargas familiares de quienes los tienen;

b) la creciente necesidad de cuidados a largo plazo para personas no plenamente autónomas, derivada del envejecimiento de la población;

c) la necesidad de ofrecer a los niños y niñas las mejores condiciones posibles para su desarrollo cognitivo, personal y social, condición cada vez más importante para su futura vida social adulta; y

d) ayudar a reconducir los desajustes y daños que producen en las vidas de las personas las rupturas en la vida laboral, familiar y social.

Dar respuesta a estos cuatro grandes retos, a estos cuatro «nuevos riesgos sociales» no es tarea exclusiva de los servicios sociales. De hecho, pienso que el primero debería quedar definitivamente fuera del campo de acción de los servicios sociales. En los otros tres, el papel de otros sectores (la sanidad, la educación y las políticas activas de empleo, respectivamente) es importante, pero no suficiente. En mi opinión, los servicios sociales que necesita nuestra sociedad son aquellos que puedan hacer una contribución decisiva en estos tres terrenos. Ello significa salir de su concepción de último escalón de repesca, para configurarse como un pilar (o varios?) del núcleo duro de la política social.

En este contexto, creo que el discurso político sobre los servicios sociales debería enmarcarse en una aceptación crítica del discurso de la «inversión social». Este discurso, hoy dominante en las instituciones europeas (aunque no tanto en las políticas nacionales), pone el énfasis en las acciones orientadas a potenciar al máximo el capital humano. Los tres retos de los servicios sociales son ejemplos típicos de las cuestiones centrales de las estrategias de inversión social. En ese sentido, propugnar un desarrollo de los servicios sociales que los convierta en servicios universales centrados en el desarrollo de la infancia, el apoyo a las personas que tienen que rehacer su vida y los cuidados de las personas dependientes es nadar a favor de esa corriente. Aceptación crítica porque es igualmente cierto que el discurso de la inversión social puede derivar hacia visiones puramente funcionales, como la consideración de las personas como simple capital humano, la obsesión por la activación laboral a cualquier precio o la idea de que con la suficiente formación todo el mundo encontrará un empleo satisfactorio. Pero hoy el sistema económico está excluyendo, dilapidando y destruyendo recursos humanos que no necesita en este momento, y su protección y potenciación puede leerse tanto en clave de rentabilidad social como de rescate de las personas.

Intentaré concretar una serie de orientaciones estratégicas para un desarrollo de los servicios sociales en España coherente con este planteamiento, para dar respuesta a las preguntas que aparecen en el programa. Se trata de unas ideas pintadas a brocha gorda, que necesitan de matizaciones y compromisos, pero que en mi humilde opinión son claves para el desarrollo futuro de los servicios sociales.

En primer lugar, creo que es necesario separar de modo claro el acceso a prestaciones económicas para cubrir las necesidades básicas de las personas de los servicios sociales. Creo que es necesario articular en nuestro país un sistema de garantía de rentas que supere el actual modelo «fordista» según el cual o se trabaja y entonces no hay problema, o se está en paro y se protege con una prestación contributiva o su prolongación asistencial. Ese modelo no sirve para nuestra sociedad ni nuestro mercado de trabajo. No es este el lugar para detallarlo (José Antonio Noguera hacía hace unos meses algunas propuestas en esta línea), pero debería incluir al menos los siguientes componentes para la población en edad de trabajar:

a) prestaciones universales por hijo a cargo de cuantía comparable a la de otros países como los 184 € al mes de Alemania (moduladas en cuantía o por la vía fiscal, si se quiere ajustar su equidad);

b) prestaciones individuales por búsqueda de empleo y/o formación generalizadas, si no universales;

c) una renta mínima para asegurar un mínimo de ingresos de cada hogar, complementaria de otras fuentes de ingresos, incluidos los del empleo que deben tratarse de forma que trabajar siempre salga a cuenta; y

d) un crédito o complemento fiscal cobrable por adelantado para el tramo inmediato superior de salarios modestos.

Este sistema de garantía de rentas debería estar separado de los servicios sociales, y construido sobre derechos subjetivos claros.

¿Qué papel le queda a los servicios sociales en relación con quienes sufren la pobreza y la exclusión? En mi opinión, unos servicios fundamentalmente dotados de personal de alta cualificación deben ofrecer a quienes pasan por esas situaciones acogida, orientación para acceder a las prestaciones (muy diferente de la concesión personalizada de las mismas), apoyo personal y emocional para iniciar procesos de reconducir y rehacer sus vidas y acceso a espacios de vinculación social y comunitaria. Las personas deben encontrarse con profesionales que les pueden echar una mano para rehacer sus vidas rotas, no con quienes tienen los recursos materiales que necesitan y a los que deben convencer de que se los den. La experiencia de muchas de las PAH indica que es posible y necesario hacerlo, puesto que incluso se ha hecho desde organizaciones más débiles que la administración. Y en los propios servicios sociales no faltan experiencias (aún hoy dispersas y limitadas) de que se puede hacer (ver el blog pasionporeltrabajosocial de Nacho Santás, por ejemplo).

En segundo lugar, creo que hay que plantear una reconducción del SAAD en varios aspectos. En mi opinión que sería un error «anclarlo» en la seguridad social. Respeto y comparto la preocupación de algunos de los que defienden su anclaje en la seguridad social, que se justifica por su tradición de garantía de derechos subjetivos y su homogeneidad territorial. Pero creo que hay que pensar bien si lo que queremos construir es un sistema de servicios adecuados, flexible y de calidad para la atención a la dependencia o un sistema para financiar a las personas para que compren esos servicios donde consideren oportuno. El anclaje en la seguridad social sería positivo para la segunda opción. Permitiría hacer llegar una prestación económica (vinculada o no) a cada persona dependiente en función de su grado y nivel de renta con bastante eficacia. Pero difícilmente puede esperarse de la seguridad social (central, no se olvide) la creación de un sistema de servicios de cuidados residenciales, de día y de atención a domicilio. ¿Duplicaría los existentes? ¿Los recentralizaría? ¿O los concertaría con las comunidades y municipios? Creo que ninguna de esas vías sería positiva. Desde el punto de vista del modelo, creo que habría que seguir la siguiente orientación general.

a) El nivel central tendría que reforzar el carácter de derecho subjetivo exigible de la atención a la dependencia. Ello puede hacerse con la regulación actual, reforzando los mecanismos de recurso y exigencia (como el suprimido pago retroactivo) y reforzando los sistemas de inspección y control a posteriori.

b) El nivel central debería abstenerse de cualquier intromisión en las formas concretas de organización y prestación de los servicios, que deben ser de la exclusiva responsabilidad de quien tiene que garantizar el derecho a los cuidados, que son las comunidades autónomas.

c) Las comunidades autónomas, en tanto que garantes del derecho, deben poder reorganizar los recursos necesarios, sean de titularidad propia, provincial o municipal.

d) La financiación debería romper con el actual modelo, conflictivo y propenso al agravio, de financiación compartida, para ir a un modelo de financiación exclusivamente autonómica. Cada nivel de gobierno debe recaudar los impuestos con los que se financien íntegramente sus responsabilidades ante los ciudadanos, sin perjuicio de algunos mecanismos compensatorios.

e) El sistema de copagos debería revisarse a fondo, con el fin de que deje de ser disuasorio (como es hoy) para cualquiera que gane más de la pensión mínima. Los copagos deberían centrarse en los costes de alojamiento y manutención en residencias y centros de día y reducirse al mínimo en los servicios domiciliarios.

f) Con independencia de su ubicación institucional, los SAAD autonómicos deberían iniciar procesos de cooperación e integración de la atención con los servicios de salud correspondientes. Ello implica alinear los sistemas, las divisiones territoriales, ajustar los copagos para evitar disfunciones y garantizar una visión y una «presupuestación» de conjunto.

En cuanto a los contenidos del SAAD, es fundamental salir de una visión reactiva a la demanda para abordar un enfoque proactivo, flexible y centrado y adaptado a las personas. El objetivo del SAAD no debe ser procesar solicitudes de valoración y generar PIAs, sino una gestión estratificada de los procesos de dependencia de las personas, en la línea de lo que representan en la sanidad las estrategias de cronicidad.