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La menguante (y sesgada) cobertura del desempleo

Este post fue publicado inicialmente en catalán en Llei d’Engel

Las transformaciones de los últimos decenios y los efectos de la crisis económica han despertado una creciente atención por las «fracturas» sociales. Más allá de la preocupación por las dificultades por las que pasa una parte importante de la población, el peligro de que las sociedades occidentales se estén «rompiendo» y dando lugar a espacios sociales con perspectivas divergentes está presente en diversos análisis sobre la evolución social reciente (como los de FOESSA para España o France Stratégie para Francia). La crisis de los sistemas de representación política (las elecciones presidenciales norteamericanas, la dinámica de partidos en España o el Brexit) se atribuye con frecuencia a esa fractura, que haría que el voto se polarice en territorios o grupos sociales cada vez más separados.

En el caso español, las dos líneas de fractura de las que se habla con mayor frecuencia son la territorial (ciertamente de origen muy anterior pero políticamente agravada por la crisis) y la que separa la población de mayor edad de la más joven. El impacto de la crisis ha sido muy diferente para la población mayor de 65 años y para los menores de esa edad. Los mayores se han visto naturalmente menos afectados por la destrucción de empleo mientras el sistema de pensiones no se ha visto afectado por los recortes (al menos a corto plazo). Por el contrario, los adultos en edad activa se han visto muy duramente afectados y su parte más pobre ha llegado a perder un tercio de sus ingresos entre 2008 y 2014. Desde el punto de vista territorial, a la vieja polaridad entre regiones ricas y pobres se han añadido la fractura entre la España mediterránea dinámica pero precaria, una España envejecida sostenida por las pensiones en el Noroeste y un Norte más industrial pero en riesgo.

Una de las funciones de las políticas sociales, y en especial de las de garantía de ingresos, es compensar y corregir las tendencias a la desigualdad y prevenir con ello el agravamiento de las fracturas sociales. En el contexto de una crisis intensiva en destrucción de empleo, las políticas de protección económica por desempleo han adquirido un protagonismo notable. España es el país de la Unión Europea que mayor esfuerzo realiza, en proporción a su PIB en desempleo. El gasto en desempleo alcanzó un máximo del 3,6 por ciento del PIB en 2011.

La protección económica por desempleo tiene dos grandes niveles, al que se añade de hecho un tercero.

El primero lo constituyen las prestaciones contributivas, que funcionan con una lógica de seguro, y compensan la pérdida del salario anterior en proporción al mismo y durante un tiempo proporcional al tiempo cotizado (4 meses de prestación por cada año cotizado, aproximadamente).

El segundo nivel lo componen diversas prestaciones o subsidios asistenciales, que son de cuantía fija (por lo general el 80 por ciento del IPREM), están sometidas a una exigencia de insuficiencia de ingresos y tienen un carácter muy selectivo. Para acceder hay que estar en alguna de una lista de situaciones definidas, entre otros criterios, por haber agotado una prestación contributiva, por la edad, por haber cotizado pero de forma insuficiente, por tener responsabilidades familiares o por estar en situaciones particulares (salir de la cárcel, ser víctima de violencia de género y otras). En este nivel incluimos algunas prestaciones peculiares, como la Renta Activa de Inserción y los programas temporales PRODI y PAE, que hoy están en revisión al haberlos considerado el Tribunal Constitucional como políticas activas de empleo con subvención en lugar de cómo prestaciones propiamente dichas.

Por último, las rentas mínimas autonómicas no son estrictamente prestaciones por desempleo, aunque en una parte substancial las sustituyen en situaciones no cubiertas por el sistema general.

De estas prestaciones, las rentas mínimas autonómicas son las que con mayor frecuencia reciben críticas. Las diferencias de cobertura son muy notables y no tienen relación aparente con la intensidad de la pobreza de cada comunidad. Aunque en conjunto han jugado un papel positivo, en especial en las comunidades de mayor cobertura, es frecuente reprochar al carácter autonómico (y, por tanto, potencialmente desigual) el agravamiento de las desigualdades entre territorios. Cabe preguntarse qué sucede con un programa mucho mayor, el de las prestaciones por desempleo, que tiene carácter y ámbito estatal, y con excepción del caso de los trabajadores eventuales agrarios de Andalucía y Extremadura, una normativa homogénea para todo el país. Sólo analizaremos la cobertura, sin entrar en un asunto importante, como es la diferencia de poder adquisitivo real de unas cuantías homogéneas en un país que presenta diferencias de coste de la vida entre territorios que se acercan al 30 por ciento.

La primera cuestión a tener en cuenta es que la cobertura global del desempleo (es decir, la proporción de parados registrados que perciben alguna prestación) se ha reducido mucho desde 2010. El máximo nivel de cobertura se alcanzó entre 2008 y 2010, cuando entre 7 y 8 de cada 10 parados registrados percibían alguna prestación o subsidio. Desde 2010 se estabiliza con una ligera tendencia a la baja, que se acelera a partir de principios de 2013 y cae de forma que hoy sólo la mitad de las personas sin empleo registradas perciben alguna prestación. A la caída de las prestaciones contributivas (por agotamiento del derecho a las mismas derivado de la cotización) se ha añadido un ajuste a la baja del acceso a la modalidad asistencial. El gasto en el conjunto de subsidios asistenciales por desempleo ha caído de unos 10.300 millones anuales en 2010 a unos 7.600 en 2015. Pero analicemos con mayor detalle a quién y dónde llegan estos subsidios.

Gráfico 1. Evolución del desempleo registrado y del número de personas perceptoras de prestaciones y subsidios por desempleo 1996–2018 (datos mensuales)

Fuente: Estadísticas del MESS y SEPE

Laprotección por desempleo alcanza de forma mucho más intensa a los desempleados varones y mayores de 45 años que a las personas desempleadas más jóvenes y a las mujeres. Las personas mayores de 45 años (y más aún las mayores de 55) tienen un acceso menor a prestaciones contributivas pero muy superior a los subsidios asistenciales, en especial gracias a dos de sus modalidades, el subsidio de mayores de 55 años y la Renta Activa de Inserción, que está dirigida prioritariamente a los mayores de 45 años. Se trata sin duda de una franja de edad con riesgo de permanencia a largo plazo en el desempleo y de ver erosionarse sus derechos a una pensión. Pero llama la atención el contraste con la población adulta más joven (de 25 a 44 años de edad) que ha sufrido con dureza la crisis y donde es más frecuente tener hijos menores, cuya protección es notablemente inferior.

Gráfico 2. Distribución por edad y sexo de las personas perceptoras de prestaciones por desempleo y de las demandantes de empleo no ocupadas (diciembre 2015)

Fuente: Estadísticas del MESS y SEPE

Esta menor protección de los jóvenes y de las mujeres es resultado de un proceso de caída diferencial de la cobertura. El siguiente gráfico muestra la evolución de un indicador de cobertura[1]para cada grupo de edad y sexo entre 2006 y 2016.

Gráfico 3. Evolución de la ratio entre perceptores de prestaciones y parados registrados (más trabajadores eventuales agrarios con subsidio) por sexo y edad 2006–2016

 Fuente: Anuarios de Estadísticas Laborales

La progresiva liquidación de los programas excepcionales (PRODI, Prepara y Programa de Activación para el Empleo) parece tener un papel importante en la reducción selectiva de la protección contra los más jóvenes. Dichos programas protegieron con mayor intensidad a los desempleados menores de 45 años mientras duraron. También es cierto que los desempleados adultos jóvenes se vieron protegidos desde el inicio de la crisis en mayor medida por las prestaciones contributivas. Su progresivo deterioro, fruto de su agotamiento y de los períodos de cotización más breves durante la crisis y la incipiente recuperación, ha tenido también un efecto de «desprotección diferencial» en perjuicio de esta población.

Las diferencias de cobertura por territorios son también importantes. Hay una comunidad outlierpor arriba, las Islas Baleares, que presenta en el mes de diciembre (no así en verano) un nivel de cobertura sorprendentemente elevado, que de hecho supera el 100 por cien. Junto con la fuerte rotación del empleo en el turismo, hay que recordar que algunos no ocupados como los fijos discontinuos no se cuentan como desempleados, aunque perciban prestaciones por desempleo.

La mayoría del resto de comunidades tiene una cobertura entre el 42 y el 47 por ciento de los desempleados. Algo por encima aparecen tres, Extremadura, Cataluña y Andalucía con una cobertura de entre el 53 y el 56 por ciento, y por debajo Asturias, el País Vasco y Ceuta y Melilla. Estas diferencias necesitan un análisis más detallado, que está pendiente de hacer. Pero se pueden apuntar algunas posibles explicaciones.

Gráfico 4. Cobertura de las prestaciones per desempleo (contributivas y asistenciales) sobre el total de demandantes de empleo no ocupados por comunidad autónoma. Diciembre 2015.

Fuente: Estadísticas del MESS y SEPE

Unamirada más detallada a los tipos de prestaciones y subsidios de cada comunidad nos da algunas pistas. De las tres comunidades con una cobertura algo superior a la media, en Extremadura y Andalucía la mejor cobertura se explica sobre todo por el papel adicional del subsidio de eventuales agrarios y la Renta Agraria. Si Andalucía careciese de estos dos programas la cobertura caería bastante por debajo del 40 por ciento, por lo que parece claro que cubren una carencia importante. Pero al mismo tiempo extienden la protección más allá de la que existe en otras comunidades. En el caso de Cataluña, por el contrario, es el mayor acceso a prestaciones contributivas el que compensa un acceso bastante inferior a las asistenciales.

En el otro extremo, llama la atención el caso de Asturias y, sobre todo, el del País Vasco. En este último, el acceso a prestaciones contributivas es relativamente alto pero el acceso a las asistenciales es el más bajo de todas las comunidades. Cabe preguntarse si el acceso amplio a la Renta de Garantía de Ingresos, una prestación asistencial autonómica de cuantía superior a los subsidios de desempleo no está dando lugar a una transferencia perversa de responsabilidades. La RGI, como las otras rentas mínimas autonómicas, son y deben ser subsidiarias o complementarias de prestaciones estatales como las de desempleo, y no al revés. Sin embargo, la regulación estatal de los subsidios computa los ingresos por renta mínima para establecer la carencia de medios, de forma que quienes acceden a la renta mínima pueden ver denegado (o reducido) el subsidio de desempleo. Mientras en la mayoría de las comunidades esta contradicción queda limitada por la baja cuantía y cobertura de la renta mínima, en el País Vasco (y hasta cierto punto en Asturias) parece que las prestaciones autonómicas sustituyen una responsabilidad de la administración central.

La intención de este artículo sólo es mostrar algunos datos que hacen pensar que nuestro sistema de protección por desempleo (y más en general de garantía de rentas) requiere de ajustes que lo hagan más eficaz y más equitativo. La explicación de las diferencias entre grupos de edad y sexo y entre territorios requiere de más análisis, y para ello se requiere un acceso más completo y sencillo a información detallada sobre las prestaciones (estatales y autonómicas). Los sesgos apreciables en programas que son de derecho subjetivo y de ámbito estatal debería servir para recordar que en los detalles de la regulación aparentemente «homogénea» pueden esconderse mecanismos de tratamiento desigual que deben corregirse. De otro modo, y con independencia de las intenciones, estos programas de protección social pueden agravar las fracturas que deberían prevenir y limitar.

[1]El indicador utilizado es el cociente entre perceptores de prestaciones y el número de parados registrados más el de trabajadores eventuales agrarios con subsidio. Las estadísticas oficiales usan entre otros uno parecido, pero eliminando del denominador a las personas paradas registradas que no han trabajado antes (y nunca podrían optar a una prestación).

Sobre la Renta Básica y la RGI

Luis Sanzo

Siguiendo con su incansable tarea de promoción de la Renta Básica, Jordi Arcarons, Daniel Raventós y Lluís Torrens presentaron el pasado día 29 de enero un documento denominado ¿Necesita la Comunidad Autónoma Vasca una Renta Básica Universal? Sí, por supuesto. Y más allá. El objetivo central de ese documento es ofrecer, en un tono no siempre amable, una respuesta al artículo crítico, publicado en el Blog del SIIS, ¿Necesita Euskadi una Renta Básica Universal?

En su análisis, el equipo de Arcarons aborda una simulación económica del posible coste de una Renta Básica para la Comunidad Autónoma de Euskadi (CAE) a partir, entre otras fuentes, de una aproximación propia a los datos de la Encuesta de Pobreza y Desigualdades Sociales (EPDS). Se trata de una encuesta desarrollada en Euskadi, como estadística oficial, desde 1996. En 1986, se realizó una aproximación similar que sirvió como detonante del proceso que dio lugar a la introducción de un sistema de Rentas Mínimas en esta comunidad autónoma.

No es mi intención, en este documento, entrar al fondo de la cuestión planteada en el texto del grupo de Arcarons, ni respecto a su modelo de Renta Básica ni sobre aspectos específicos de la polémica planteada. Mi principal preocupación es, a partir de la EPDS 2014, analizar las implicaciones económicas para Euskadi del objetivo de protección que se plantea en la propuesta del grupo de Arcarons. En este contexto, abordaré igualmente los resultados comparados de la protección propuesta por los autores y la ofrecida en la práctica por la RGI en vigor en Euskadi en 2014.

Sobre la garantía de ingresos en Euskadi: referentes económicos para distintas alternativas

El objetivo de protección que plantea el grupo de Arcarons, al menos así se considerará a partir de aquí, es garantizar una renta neta de 7.902 euros anuales a personas mayores de 18 años (658,50 euros mensuales) y de 1.580,50 euros anuales a los menores de 18 años (131,71 euros mensuales).

Teniendo en cuenta que la EPDS trabaja con ingresos netos después de impuestos, para simplificar se analiza la cuestión en términos de contraste entre el objetivo de protección establecido y los ingresos netos disponibles por cada persona. De ellos únicamente se descuentan los recursos procedentes de prestaciones asistenciales de la propia CAE, además de las transferencias que se producen entre la propia sociedad. No es una aproximación, por tanto, al modelo estricto del grupo de Arcarons sino a las implicaciones –a partir de la EPDS 2014- de su propuesta de cuantías garantizadas, abordadas en términos netos, descontando los ingresos disponibles.

Como puede comprobarse en la tabla 1, de sustituirse por completo el sistema de prestaciones actuales del Estado en la CAE, el coste de llegar a la protección neta propuesta se situaría en 3.819,7 millones de euros, un 5,68% del PIB de la CAE en 2014. Si se descuenta el gasto en el actual sistema de prestaciones de Euskadi, el coste sería de un 5,12% del PIB. La diferencia de 0,56 puntos del PIB es inferior al 0,87% que representan las prestaciones del sistema vasco (RGI/PCV/AES, más todas las demás prestaciones CAE no relacionadas directamente con el sistema de garantía de ingresos). La razón es que parte de ellas llegan a personas con ingresos superiores a las cuantías garantizadas que se contemplan en la propuesta del grupo de Arcarons.

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Es importante destacar que las implicaciones económicas de una aproximación neta de este tipo son importantes y alejan al modelo de lo que implicaría una Renta Básica en sentido estricto, por así decirlo de una Renta Básica bruta (es decir, facilitando las cuantías garantizadas como recursos a acumular a los ingresos actuales). Esta aproximación, que ningún analista plantea seriamente en términos prácticos en España, tendría un coste equivalente al 22% del PIB de la CAE. Al mismo tiempo, es preciso tener claro lo que esto significa: una aproximación neta como la propuesta, si se aplica a un modelo de Renta Básica, por mucho que formalmente pueda llegar a respetar el principio de incondicionalidad, introduce un contraste entre garantía y recursos. Por debajo de ciertos niveles de recursos, la protección se garantiza en su integridad; por encima, se descuenta de facto vía imposición fiscal, pudiendo la aportación de Renta Básica llegar a ser nula.

La financiación del coste suplementario respecto a la protección actual, un 5,12% del PIB, podría proceder de fuentes distintas a los ingresos por rentas de la población, ya sea vía mayor carga fiscal sobre el capital de las empresas, ingresos de explotación del Estado de ciertos bienes o servicios propios, incremento de los impuestos indirectos, etc. En ausencia de esta vía, no obstante, una línea de reducción del coste pasaría por el aumento de los impuestos directos, sobre la renta de la población.

En este punto conviene resaltar que un 54,9% del coste suplementario de la protección analizada (2,81% del PIB) se vincularía a la protección de colectivos en situación de bienestar, completo o casi competo. Por esa razón, en este caso un incremento impositivo sería factible para abordar la financiación, aunque en la práctica esto se tradujera en una Renta Básica más baja que la garantizada al resto de la población o, incluso, ausencia de aportación alguna. Como ya se ha señalado, en general, las propuestas de Renta Básica formuladas en España han asumido esta aproximación que, en la práctica, viene asociada a un incremento en la imposición fiscal directa a ciertos colectivos de población.

En esta línea de aproximación, una alternativa para limitar el coste sería centrar la protección efectiva en la población menor en su conjunto, y en la adulta no perteneciente a hogares en situación de bienestar, completo o casi completo. En 2014, este grupo de protección preferente suponía un 41,5% de la población de la CAE. Se trata de una propuesta en la que casi toda la población ganaría, salvo la situada en posición de bienestar y sin menores en el hogar, pero que sin embargo centraría la mejora de la protección en el grupo más afectado por la pobreza y la precariedad.

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Como puede verse en la tabla 2, el coste suplementario se reduciría de forma sustancial pero seguiría siendo importante, llegando al 2,64% del PIB. El coste sería de 2,37% en Gipuzkoa, 2,45% en Álava y 2,88% en Bizkaia.

En este punto, un aspecto esencial, al menos si la financiación suplementaria corre a cargo de las rentas de los hogares que no se benefician en términos netos del nuevo sistema, es analizar las implicaciones que tendría el coste suplementario de 1.774,9 millones anuales de euros que supone el 2,64% del PIB mencionado. Supondría una reducción media de un 8,39% en los ingresos medios netos totales, por todos los conceptos, de los hogares en situación de bienestar, completo o casi completo, en Euskadi. Las implicaciones económicas de la financiación del modelo serían por tanto significativas para estos hogares.

Llama la atención, en cualquier caso, que la contribución del modelo a los grupos más necesitados no sería cualitativamente dominante, incluso en la aproximación ajustada recogida en la tabla 2. Aunque un 87,4% del gasto suplementario se dirigiría a grupos con algún riesgo respecto al acceso al bienestar, sólo un 36,4% de la protección se dirigiría a grupos en situación de ausencia de bienestar. En los colectivos en situación de pobreza real, supondría una aportación complementaria equivalente a un 0,53% del PIB. Se trata apenas un 20,2% del coste total de la propuesta de mejora de la protección (aunque sin duda con una aportación añadida muy significativa para ese grupo de población).

En cualquier caso, existe otra posible línea de intervención, más coherente con el modelo actual de RGI. Ésta supondría complementar las prestaciones hasta asegurar ingresos que lleguen a los umbrales de pobreza y ausencia de bienestar que se obtienen de la EPDS (en la dimensión de mantenimiento o ingresos). En el difícil acercamiento a estos umbrales encuentran origen, de hecho, los distintos problemas de pobreza y precariedad que afectan a la sociedad.

En la línea de complementación clásica de ingresos así planteada por la RGI, el objetivo de acercamiento al umbral de pobreza se situaría en 256,2 millones de euros, con un incremento del gasto del 0,38% del PIB. El coste de acercamiento a la línea de bienestar sería bastante mayor: 1.013,6 millones de gasto suplementario, equivalentes al 1,51% del PIB. Las implicaciones económicas serían, a pesar de ello, inferiores al modelo de cuantías propuesto por Arcarons, Raventós y Torrens.

Un proyecto de acercamiento efectivo contra la pobreza podría así moverse en unos márgenes muy variables, desde el mínimo de 0,38% de gasto suplementario que permitiría situar a toda la población al menos en el umbral de ingresos que previene la pobreza al 5,12% que haría factible una protección cercana a la opción máxima en el planteamiento de Arcarons, Raventós y Torrens.

En una perspectiva a medio plazo, podría pensarse en una vía intermedia en el que un buen sistema general de rentas mínimas se combinara con una Renta Básica para menores. En el caso vasco, este proyecto vendría a tener un coste cercano a un 1,1% suplementario al que supone en la actualidad el mantenimiento del sistema vasco de prestaciones.  De contar con apoyo político, está línea podría llegar a ser viable como proyecto a largo plazo, en una sociedad que se enfrenta sin embargo al enorme reto que supone el envejecimiento (Conde-Ruiz estima en alrededor de 6,7 puntos del PIB el desfase entre ingresos y gastos que irá consolidándose en el horizonte de 2050 en la financiación del sistema de pensiones en España).

El correcto desarrollo de esta propuesta requeriría, en cualquier caso, analizar los posibles ajustes a introducir en el sistema de cuantías o en el modelo de bonificación al empleo de la RGI. En tal punto sería preciso analizar en particular la conveniencia o no de una gestión por la vía fiscal que, en parte, dependerá del objetivo u objetivos a alcanzar a través del sistema de bonificación (prevención de desincentivos al empleo, apoyo a la población trabajadora con bajos salarios y/o mejora general del bienestar de las categorías medio-bajas de la población). En este sentido, no sería descartable una aproximación mixta desde el sistema fiscal y Lanbide.

El papel actual del sistema de prestaciones asistenciales de Euskadi

Un aspecto complementario de interés es considerar el impacto comparado de las cuantías propuestas por el equipo de Arcarons y las del sistema de prestaciones de Euskadi, tomando como referencia a la población con acceso a la RGI en la EPDS 2014. En particular, se trata de comprobar si toda la población con acceso al actual sistema de protección en Euskadi se beneficiaría de la alternativa planteada.

Los resultados muestran algunos aspectos relevantes.

En primer lugar, el conjunto del sistema asistencial vasco destinó 491,3 millones de euros a la población beneficiaria de la RGI en 2014. Este gasto equivale a un 85,2% del coste que tendría la aplicación a ese grupo del modelo de ingresos garantizados propuesto por el equipo de Arcarons, estimado en 576,8 millones. La diferencia es de 85,5 millones, un 0,13% del PIB. Esta diferencia no supone sino un 2,5% del incremento total de gasto que supondría la implantación de la protección alternativa analizada, 4,8% si se el incremento se limitara a la protección a menores y a colectivos no situados en posiciones de bienestar.

Aunque la protección propuesta supone mayor nivel de gasto en el colectivo beneficiario de la RGI, llama la atención que, en las 64.286 unidades estimadas en la EPDS como beneficiarias de esta prestación en 2014, un 49,7% de ellas dispondrían de menos recursos con la protección alternativa propuesta que con el actual sistema de prestaciones de la CAE. Con un 75,6%, esta proporción es máxima en las personas que no constituyen grupo familiar, en general personas solas, pero también es mayoritaria en las familias monoparentales (52,4%). En cambio, un 93,5% del resto de tipos familiares, en general núcleos basados en una pareja, con o sin hijos/as, se beneficiarían del modelo de protección alternativo. La razón es la falta de introducción de mecanismos de economía de escala en el modelo Arcarons-Raventós-Torrens y el efecto de los topes de cuantía de la RGI para familias de cuatro o más miembros.

La mayor protección comparada en hogares de mayor tamaño explica por otra parte que, en términos personales, y no de unidades beneficiarias, el peso de la población mejor atendida a través de la RGI se reduzca al 35% del total. El porcentaje de personas que perderían recursos en ausencia del sistema de prestaciones vasco, con las cuantías propuestas por el equipo de Arcarons, resulta sin embargo sustancial. La mayoría de las personas solas y en familias monoparentales seguirían estando mejor con el modelo RGI actual.

Se trata de una realidad que se vincula en buena medida a factores como el subsidio complementario para familias monoparentales y, de forma particular, con la existencia de la PCV. Los propios autores del artículo son conscientes de que la prestación complementaria de vivienda supone un plus cuya retirada situaría en condiciones más precarias a una parte de la población. De ahí que lleguen a considerar la posibilidad de no retirarla.

En la tabla 3 se compara el gasto en el sistema vasco de prestaciones en relación con la protección que introduciría el modelo alternativo. En los grupos no familiares, personas solas en lo fundamental, el sistema vasco destina un 27,6% más que el modelo alternativo de cuantías. Por término medio, esta aportación supera en un 9,2% el umbral de pobreza medio, quedando el modelo alternativo un 5,8% por debajo.

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En las familias monoparentales, el gasto es muy similar, con una diferencia de apenas un 6,5% en perjuicio del actual sistema vasco. En ambos casos se supera el umbral medio de pobreza, un 15,2% en el caso del sistema vasco y en un 19,6% en el modelo alternativo.

La principal diferencia se vincula a las parejas y otros grupos familiares, con un 42% menos de gasto en el sistema vasco que en el modelo alternativo de cuantías. Sin embargo, el gasto medio en prestaciones de la CAE sigue superando, en un 1,7%, el umbral medio de pobreza.

Es cierto que, en el modelo de prestaciones de la CAE, la protección se ve condicionada por factores tales como la limitación de la PCV a una acción de protección al alquiler o por los topes de cuantía establecidos, topes que limitan la protección a las familias de mayor tamaño. Esto hace que algunos colectivos tengan un nivel de protección algo menor y que algunos no consigan superar la pobreza. Sin embargo, entre los grupos en situación de pobreza real y beneficiarios de la RGI (un grupo importante pero minoritario dentro de la población beneficiaria), el sistema de prestaciones reduce de forma muy sustancial la distancia al umbral de pobreza de ingresos: del 80,6% sin el sistema de prestaciones de la CAE al 15,6% con ellas.

A lo anterior debe por supuesto sumarse el hecho de que ciertos sectores no accedan a la RGI, elemento central de la protección en la CAE. Sin embargo, no debe olvidarse que esto se debe en parte a la aplicación de límites de empadronamiento (que Arcarons y su grupo podrían llegar a contemplar) y a la disposición de recursos patrimoniales comparativamente elevados. Se trata de una cuestión que habitualmente no se plantea en los sistemas de renta básica al uso pero que resulta relevante en un debate sobre estas cuestiones.

Algunas ideas finales

La comparación de la protección propuesta por el equipo de Arcarons y la que en 2014 garantizaba la RGI es reveladora de algunas de las razones por las que muchos especialistas defienden en Euskadi el sistema de garantía de ingresos hoy existente en esta comunidad.

Se trata, en este sentido, de un sistema que saca de la pobreza a una parte importante de la población en situación de riesgo, que reduce de forma sustancial la distancia al umbral de pobreza de ingresos en aquellos casos en los que no lo consigue por completo y que protege mejor que la alternativa planteada a ciertos colectivos de población, en especial personas solas pero también una mayoría de familias monoparentales. La completa prevención del riesgo de pobreza de ingresos, mejorando el modelo de prestaciones centrado en torno a la RGI, tendría un coste no excesivo, de alrededor del 0,4% del PIB vasco. Como se ha señalado, unido a un mecanismo de Renta Básica que se extendiera al conjunto de la población menor, ampliando el bienestar de grupos no pobres, el coste suplementario podría situarse cerca de un 1% del PIB. Una perspectiva abordable, por tanto.

Más allá de las razonables críticas al sistema de prestaciones de Euskadi, está acreditado que se trata del modelo de rentas mínimas más protector en el Sur de Europa, el único que ha sido compatible en España con tasas de desempleo sustancialmente inferiores a las observadas en crisis anteriores y el que ha permitido al País Vasco quedar muy lejos, en indicadores de pobreza y precariedad, de otras comunidades autónomas durante la llamada Gran Recesión. Son motivos más que suficientes para defender este sistema.

Es difícil compartir, por tanto, las críticas sistemáticas y continuadas a programas como el que representa el conjunto de prestaciones de garantía de ingresos existentes en Euskadi. No se trata de negar la posibilidad de mejora, ni siquiera la posibilidad de que otras alternativas puedan llegar a ofrecer una solución más efectiva y racional en la lucha contra la pobreza. Pero sí es preciso afirmar que no nos enfrentamos, al hablar de la RGI y de las prestaciones asociadas, con el programa irrelevante que en ocasiones se pretende señalar. Como ha podido comprobarse, en lo relativo a la población más pobre, ofrece incluso en muchos casos una atención más adecuada que la que se propone en modelos teóricos alternativos como el defendido por Arcarons, Raventós y Torrens.

Puede comprenderse que esto no se comparta desde lugares en los que, como en Cataluña, no existe una referencia comparable al sistema RGI/PCV/AES que merezca un mínimo apoyo. Pero lo que no parece muy comprensible es que la defensa de posiciones alternativas requiera la sistemática descalificación de un sistema de garantía de ingresos que tanto esfuerzo ha supuesto diseñar, implantar, desarrollar y mantener en otro tipo de sociedad. Consiguiendo además resultados que nadie debería menospreciar.

El sistema de Rentas Mínimas en España, ¿un verdadero fracaso? Luis Sanzo

En el XII Congreso Español de Sociología, dentro de las sesiones dedicadas las sociedades del Sur de Europa, Marcello Natili presentó el pasado 2 de julio una interesante comunicación sobre la evolución de los sistemas de rentas mínimas en esos países. En ese documento Natili sostiene dos ideas relevantes para el estudio de las políticas de garantía de ingresos.

La primera idea es que, a pesar de las notables diferencias entre comunidades, las rentas mínimas autonómicas «se han consolidado gradualmente hasta el punto de que constituyen una establecida red de seguridad de último recurso para la población española pobre» que «ha mejorado su capacidad de protección». Esta consolidación contrasta con los fuertes recortes observados en los países del sur de Europa y, dentro de España, en otras áreas de la política social.

La segunda idea relevante de Natili es que, quizás por haber ofrecido un marco de intervención alternativo a las fuerzas opuestas a los recortes y favorables a la lucha contra la pobreza, «el descoordinado y fragmentado sistema de ingreso mínimo regional español (sobre todo en una perspectiva comparada en el sur de Europa) podría no parecer tan malo después de todo». Durante su intervención en el seminario sobre las regiones del sur europeo, Natili manifestó expresamente que los grupos desfavorecidos en países como Grecia o Italia habían sufrido más intensamente la crisis que en España.

De cara a contrastar la primera tesis de Natili, en la tabla 1 se aportan los datos comparados sobre la evolución del gasto por habitante en Rentas Mínimas y AES en España y Portugal.

tabla1

Los datos revelan que, en efecto, el gasto por habitante en garantía de ingresos aumenta sin excepciones en las distintas comunidades autónomas españolas entre 2007 y 2014. El incremento del gasto per cápita es del 122,3 por ciento para el conjunto de España y supera en general niveles del 50 por ciento por territorios, con una única excepción, la de la comunidad de Madrid. En este caso, el incremento se limita al 7,4 por ciento, reflejando una cierta estabilización del gasto considerado.

La evolución contrasta, en todo caso, con la caída del 19,9 por ciento observada entre 2007 y 2014 en Portugal y la inexistencia de actuaciones en este campo en Grecia y, en gran medida, en  Italia. En este último país, ninguna región es capaz de ejercer el papel de tracción que comunidades como el País Vasco, Navarra o Asturias fueron capaces de asumir a finales de los años 80 y primeros de los 90.

El gráfico 1 muestra, por su parte, el impacto diferencial de la política de garantía de ingresos en las comunidades autónomas españolas, comparando algunos indicadores de carencias asociadas a la pobreza en España con los resultados correspondientes al resto de países del Sur de Europa.

 

Gráfico 1

cuadro

Los datos confirman la relevancia de las políticas de garantía de ingresos para prevenir problemas graves relacionados con la pobreza, en particular los problemas de alimentación. Tanto en España como en Portugal, la existencia de sistemas de garantía de ingresos sitúa la proporción de personas con problemas para garantizar una comida proteínica entre un 3,1 y un 3,3 por ciento en el periodo final de la crisis, entre 2012 y 2014. Esta proporción es más de cuatro veces superior en los países sin un mínimo desarrollo y extensión de las rentas mínimas: 13,7 por ciento en Portugal y 14,5 por ciento en Italia.

En cuanto a la capacidad para hacer frente a gastos imprevistos, el indicador más asociado a la seguridad económica a medio y largo plazo, el mayor deterioro durante la crisis corresponde a Grecia y Portugal. La caída de un 30,8 por ciento en el gasto total en rentas mínimas se traduce en este último país en un aumento de 22,2 puntos entre la media de 2005-2007 y la de 2012-2014 por casi 14 en Grecia, 11,1 en Italia y 9,7 en España.

En España, la vinculación entre nivel de gasto en rentas mínimas y la dinámica del indicador de seguridad económica a medio y largo plazo es más que evidente. Frente a la estabilidad en el indicador en el País Vasco, la comunidad con mayor gasto por habitante en rentas mínimas en el sur de Europa, el deterioro se sitúa en niveles cercanos a los de Italia y Grecia en regiones como Andalucía, Canarias, Murcia y la Comunidad Valenciana, algunas de las que menos gastan en estas políticas.

En el contexto de los países del sur, por tanto, las políticas de rentas mínimas han tenido un impacto superior al habitualmente señalado. Por un lado, han situado a España en unos niveles comparativamente bajos de problemas de alimentación, como sucede igualmente en Portugal, muy lejos del nivel de deterioro observado en Italia y Grecia. Por otro, en las comunidades autónomas con mayor compromiso con estas políticas, la estabilidad o deterioro moderado de los indicadores relacionados con la seguridad económica a medio y largo plazo revela una dinámica matizada de empobrecimiento que se aleja de los fuertes incrementos observados en Italia, Grecia, Portugal y algunas de las comunidades autónomas españolas con menor desarrollo de las rentas mínimas.

De manera acertada, el trabajo de Natili apela a reflexionar acerca de la negativa valoración de las rentas mínimas autonómicas que resulta dominante en España. Los datos revelan más efectos positivos de los que suele admitirse habitualmente.

Charles Murray y la Renta Básica

por Luis Sanzo

Las ideas básicas de Charles Murray sobre la Renta Básica se presentan en un reciente artículo publicado en el medio conservador estadounidense Wall Street Journal. Pretenden actualizar el pensamiento original de Friedman sobre esta cuestión.

La legitimación del proyecto se fundamenta en la perspectiva de liquidación de entre un 9 y un 47% del empleo en EEUU. Sería la consecuencia de la automatización de la producción y de otros procesos tecnológicos que separarán a las máquinas de la necesidad del manejo humano.

En cuanto al sentido de la introducción de la Renta Básica, el objetivo está muy claro en la aproximación de Murray. Se trata, en lo fundamental, de liquidar el Estado de Bienestar. Por ello, insiste en que su modelo de Renta Básica sólo será funcional si se cumplen dos condiciones.

La primera consiste en la sustitución de todas las prestaciones y transferencias sociales del actual sistema de Bienestar por una Renta Básica situada en 833$ mensuales (10.000$ anuales). La introducción de la Renta Básica implicaría la desaparición del sistema de prestaciones contributivas de la Seguridad Social, incluidas las pensiones públicas. También supondría la eliminación del derecho a la sanidad pública (Medicare o Medicaid) o las ayudas para la vivienda (housing subsidies).

Para minimizar las consecuencias de estos cambios entre la población trabajadora, Murray prevé un sistema de bonificación al empleo, permitiendo la acumulación de la Renta Básica con una cuantía de hasta 30.000$ anuales en ingresos por trabajo. A partir de ahí, se introduce un recargo fiscal que llevaría a rebajar progresivamente la cuantía de la Renta Básica hasta un mínimo garantizado de 6.500$.

La segunda condición exigida por Murray es la liquidación de las burocracias que supervisan y gestionan en la actualidad las distintas prestaciones sociales.

El proyecto asume a medio plazo una reducción del gasto público y, en sentido más amplio, la liquidación del Estado social como tal. Murray sostiene que la introducción de la Renta Básica contribuirá a la sustitución de la acción protectora e interventora del Estado, incluyendo los servicios sociales públicos, por una red de organizaciones no gubernamentales nacidas de la sociedad civil. Es la base para una vuelta a la dinamización de la “cultura cívica” norteamericana que tanto encandiló a Tocqueville, el pilar sobre el que el conservadurismo anglosajón basa el modelo futuro de solidaridad entre las personas. Una alternativa a las agencias públicas que, según el ideólogo estadounidense, “son el peor de los mecanismos para hacer frente a las necesidades humanas”. Abogan, según él, por una igualdad en el trato que resulta incompatible con la diversidad de las necesidades.

Las ideas de Murray son también funcionales con la consolidación de un sistema privado de atención sanitaria. Además de los 833$ mensuales, el Estado aportaría 3.000$ anuales a cada persona que deberán ser usados para financiar un seguro, por supuesto privado, de salud.

La propuesta supone la racionalización del Estado liberal compasivo defendido por los conservadores estadounidenses. Pero, ¿hasta dónde llegaría este estado liberal compasivo? No muy lejos en realidad. A cambio de una total vía libre para el libre mercado, ofrece una vida individual situada por debajo del umbral de pobreza para las personas solas que sólo dispusieran de la Renta Básica. Según el US Census, el umbral de pobreza se sitúa en 2015 en 947€, sin contar el valor del acceso a los servicios que suponen el Medicare, las ayudas a la vivienda, etc.

La culpabilización del “loser” es otro elemento social de la visión de Murray. Se trata de esas personas irresponsables que se niegan a cooperar con otras para maximizar su Renta Básica a través de la convivencia grupal, o que gestionan mal los ingresos que queden a su disposición. A diferencia de lo que ocurre hoy, el resto de la sociedad les podrá decir sin el menor remordimiento: «No trate de decirnos que está sin ayuda, porque sabemos que no lo está«.

Murray es bien consciente de que “algunas personas van a desperdiciar sus vidas” en este modelo de sociedad dual, con gentes con buenos trabajos hiperproductivos, por un lado, y grupos descolgados con una Renta Básica personal por debajo del nivel de pobreza, por otro. Ante ese dilema, su respuesta es simple: eso ya sucede ahora. Y no hay nada en ello que le sugiera una necesidad especial de ayuda. El nuevo modelo liberal caritativo es eso, plenamente liberal, dejando al “hombre libre” a su suerte, ¡que haga lo que quiera para gestionar su vida!

El mensaje es claro: con la nueva Renta Básica el futuro de cada persona “está en sus manos”. Esa prestación le garantizará [aunque sólo en teoría] la supervivencia; su esfuerzo a través del trabajo el acceso a la clase media. Es la actualización de la ideología de la clase media americana, ahora soportada en una Renta Básica que permite a los más favorecidos decir al resto que no moleste, que ya tiene garantizado su mínimo.

En la legitimación de este proyecto de sociedad dual, la automatización y el avance tecnológico esconden además, más allá de su dimensión modernizadora, una voluntad de radical transformación del empleo en los países más avanzados. Se trata en realidad de una estrategia de liquidación, no del empleo como tal, sino de cierto tipo de empleo. Además de los puestos de trabajado obsoletos en una determinada fase de desarrollo de la tecnología, se trata de acabar también -y, en realidad, sobre todo- con el empleo público ligado al actual Estado de Bienestar.

El artículo de Murray nos indica sin embargo la posible alternativa a seguir: “Si el ingreso garantizado es un complemento al sistema existente, será tan destructivo como sus críticos temen”, afirma. Es preciso pensar en esa alternativa, y en que no sea social ni económicamente destructiva. A diferencia, precisamente, de lo que propone Charles Murray.

Renta mínima e inserción: ¿sinergia o suma negativa?

por Manuel Aguilar Hendrickson

1. Renta mínima e inserción

Desde sus inicios, el concepto de renta mínima de inserción contiene elementos problemáticos. La RMI intenta combinar dos tipos de acción pública frente a la pobreza extrema. Por un lado, la acción redistributiva para asegurar a quienes dispongan de unos ingresos inferiores a un umbral (normalmente de subsistencia o de cobertura de necesidades muy básicas) una prestación económica que los complete hasta ese nivel. Por otra, a partir de la idea de que la pobreza económica suele estar vinculada a carencias y dificultades de tipo social, personal, formativo, etc., la oferta a la población «pobre» de servicios que favorezcan su «inserción», «integración» o «inclusión» social.

Formalmente, el vínculo suele realizarse estableciendo que las personas perceptoras de la renta mínima deberán acordar con los servicios la realización de actividades orientadas a su inserción social. La forma de combinar estos dos tipos de acciones (redistribución mediante prestaciones y servicios para la inserción) ha sido problemática desde sus inicios. Indicio de tales dificultades ha sido la diversidad de formas de concebir esa articulación.

En el debate parlamentario francés de 1988 la cuestión se polarizó en torno a los conceptos de «doble derecho» y «contrapartida».

La concepción de la «contrapartida» se fundaba en la idea de que quienes reciban de la colectividad medios para su subsistencia deben aceptar como «contraprestación» la participación en actividades formativas, laborales o sociales. Dentro de este enfoque, las interpretaciones varían también entre aquellas que ponen el acento en hacer «algo a cambio» para legitimar la prestación (y por tanto la utilidad intrínseca de su contenido es secundaria) y quienes lo ponen en que se trate de acciones eficaces para «sacar» a las personas de su situación, que constituyen una garantía de que su situación de falta de medios propios no se alargará en el tiempo.

En el extremo contrario, la idea de «doble derecho» pretendía mantener una cierta vinculación entre ambas acciones, pero reduciendo al mínimo la condicionalidad, al insistir en que se trata de dos derechos que, en principio, la persona ejercerá voluntariamente, y en la flexibilidad y la participación de la persona en la selección de las acciones.

La opción en el caso francés fue la del «doble derecho», que se tradujo en establecer que el acceso venía determinado por criterios de ingresos (y otras circunstancias personales como edad, residencia, etc.) y establecer que los perceptores debían acordar posteriormente con los servicios una serie de acciones a realizar. Aunque existía esta obligación, el énfasis en el carácter acordado y una gestión flexible, que incluía la aceptación de que en buena parte de los casos no habría contrato, hizo que se tratara de una condicionalidad limitada.

En el caso español, las rentas mínimas de inserción creadas desde 1989 han presentado diversas formas de abordar la cuestión, si bien en su mayoría se han inclinado hacia la idea de contrapartida. En el caso más extremo, el acceso a la renta mínima sólo se produce una vez que se ha diseñado y aceptado el «programa de inserción». En los demás, la formulación ha sido mayoritariamente la de una condicionalidad fuerte, que en ocasiones se ha utilizado para ajustar el número de perceptores a las disponibilidades presupuestarias. La principal excepción ha sido el caso del País Vasco, que ha ido limitando la intensidad de la condicionalidad.

Esta orientación hacia la contrapartida, que limita el carácter de derecho de la prestación, ha permitido la perpetuación de una forma de concebir la relación entre ciudadanos pobres y servicios que se puede calificar como de protección tutelar. Se trata de un modelo de atención que concibe a la persona pobre como un objeto de protección más que como un sujeto de derechos, y establece una relación muy desigual entre servicios y ciudadanos en favor de los primeros, que pueden decidir si «conviene» o no al ciudadano recibir las prestaciones y con qué condiciones.

2. Los problemas

Combinar en un dispositivo estrechamente integrado renta mínima e inserción plantea sobre todo problemas de tres tipos: a) los que tienen que ver con la relación entre ciudadanos e instituciones públicas; b) los que tienen que ver con las distintas poblaciones destinatarias de cada acción; y c) los que tienen que ver con las diferentes lógicas de acción de las prestaciones económicas y de la intervención social.

2.1. Ciudadanos, derechos, administración

En una sociedad democrática y en un estado de derecho, el acceso de los ciudadanos a las prestaciones públicas debe contar con garantías jurídicas que hagan posible respetar los principios de igualdad y seguridad jurídica. Ello requiere regular el acceso a las prestaciones en términos bien de derecho subjetivo bien de concurrencia.

Cuando se regulan como derecho subjetivo, se garantiza el acceso de todas las personas que cumplan con las condiciones y los requisitos de acceso previamente establecidos, allegando recursos adicionales si es necesario. Derecho subjetivo no significa derecho incondicional, salvo en contadas excepciones que tienen que ver con derechos civiles básicos. De hecho, la regulación de cualquier derecho subjetivo consiste precisamente en establecer las condiciones de acceso. La regulación de un derecho es casi siempre la exclusión de otra parte de la población del mismo. La regulación de las condiciones o requisitos de ejercicio de un derecho debe ser tan clara y objetiva como sea posible, y para ello dichos requisitos deben ser verificables de forma nítida y efectiva. La edad, el tiempo cotizado, los ingresos de que se dispone, tener menores a cargo o el grado de discapacidad son atributos verificables, aunque en algunos casos pueda costar cierto trabajo hacerlo. Las actitudes de las personas, su condición de «excluido», su «voluntad» de «incorporarse a la sociedad» son atributos ambiguos, muy abiertos a interpretaciones contradictorias y por tanto a graves arbitrariedades.

Cuando el acceso a una prestación pública no puede ser asegurado para todas las personas, con frecuencia porque existe una disponibilidad limitada de recursos, lo que procede es regular el acceso en términos de concurrencia. Es una práctica habitual en el acceso a becas, a viviendas de protección oficial o a la universidad pública. Normalmente se abre un plazo para que los que reúnen las condiciones de acceso lo soliciten, se ordenan las solicitudes mediante una serie de criterios tan objetivos y medibles como sea posible, y se concede el acceso hasta el agotamiento de las plazas o recursos disponibles.

La introducción de elementos discrecionales y de valoraciones interpretables distorsiona gravemente la seguridad jurídica y el principio de igualdad de trato que los ciudadanos tienen derecho a exigir de la administración. La debilidad de la posición social de muchos perceptores de prestaciones de asistencia social explica probablemente que no recurran con mayor frecuencia a la protección de los tribunales, que en muchos casos obligaría a objetivar las razones de concesión o denegación de las prestaciones. La obligación de acordar actuaciones «para la inserción» y la exigencia de «cumplimiento de las acciones fijadas» han sido utilizados con frecuencia como «cláusula indeterminada» que ha permitido una fuerte discrecionalidad y arbitrariedad en el acceso y la pérdida de las prestaciones.

En este sentido, parece necesario configurar el acceso a prestaciones como la renta mínima y similares como un derecho subjetivo y la de las ayudas extraordinarias, becas de comedor y otras similares en régimen de concurrencia, y reducir al máximo los elementos de discrecionalidad. Esta regulación clara y garantista es compatible con diversos grados de extensión y «generosidad» de las prestaciones, que dependerán de los objetivos de satisfacción de necesidades que fije la sociedad a través de sus instituciones y de los recursos que esté dispuesta a dedicar a tales finalidades.

2.2. Poblaciones diferentes

Un segundo problema importante en la articulación entre renta mínima y servicios para la inserción reside en la no (plena) coincidencia de las poblaciones necesitadas de una y de otra. La renta mínima la «necesitan» las personas que carecen de ingresos (tal como define tal carencia la normativa). El acompañamiento de los servicios sociales (y/o de empleo, salud o de otro tipo) lo necesitan las personas que se encuentran con dificultades especiales para desarrollar su proyecto de vida, de participación e inclusión social.

Estas dos poblaciones coinciden en parte, pero no del todo. Hay una parte de la población sin ingresos que tienen además problemas de incorporación social, pero otra parte de la misma no los tiene. Además, una parte de la población con dificultades sociales dispone de ingresos superiores al umbral de la renta mínima, bien de otras prestaciones, bien derivados del trabajo. Esta falta de coincidencia se ha hecho evidente cuando personas sin dificultades sociales especiales pero sin empleo han empezado a recurrir a la renta mínima, grupo que se ha denominado sucesivamente «nuevo perfil», «casos laborales», etc. Pero no habría que olvidar el otro grupo necesitado de acompañamiento, con ingresos, que queda relegado a un segundo plano si se prioriza la «inserción» como complemento de la renta mínima.

Además, las personas entran y salen de cada una de esas situaciones de manera relativamente fluida. Las personas necesitadas de acompañamiento no deberían ver cómo este se interrumpe (o cambia de responsables) cada vez que accedan a ingresos de otro tipo, y una parte de ellas necesita de apoyos puntuales, en momentos de especial dificultad o de crisis, y no durante todo el período de percepción de la prestación.

2.3. Lógicas de acción diferentes

El tercer tipo de problemas tiene que ver con las lógicas y las formas de acción de cada dispositivo, que son diferentes y en ocasiones contradictorias.

Una prestación económica de renta mínima tiene como finalidad elevar la disponibilidad de ingresos de una persona o familia, su «solvencia» o su capacidad adquisitiva hasta permitirle cubrir sus necesidades básicas. La afirmación que se ha repetido en muchas ocasiones en el sentido de que la finalidad de la renta mínima es la inserción no tiene demasiado sentido. Sería como afirmar que la prestación por incapacidad temporal (la «baja» por enfermedad) tiene como finalidad la curación del enfermo, cuando su función es asegurar un ingreso mientras no pueda trabajar a causa de la enfermedad. La finalidad de la renta mínima es corregir (a escala sin duda modesta) la distribución de la renta en la franja de población más pobre.

Eso supone que una renta mínima funciona bien cuando llega a la proporción más alta posible de la población con ingresos inferiores al baremo. La renta mínima no funciona «mal» porque llegue a muchas personas o porque éstas estén percibiéndola durante mucho tiempo. Funciona «mal» si hay personas sin ingresos que no la reciben (el «no-recurso») porque no la conocen, porque se desaniman de solicitarla, porque algún requisito las excluye, porque rechazan un posible estigma asociado a su percepción. Funciona también «mal» si hay personas que la perciben cuando disponen de ingresos suficientes (el «fraude»). La renta mínima funciona «bien» cuando hay pocas personas con derecho que «no recurren» y pocas personas sin derecho que la perciben indebidamente.

Que una parte mayor o menor de la población perciba la renta mínima por períodos más o menos prolongados de tiempo no muestra un mal (ni buen) funcionamiento de la renta mínima. Puede mostrar un buen o mal funcionamiento de los mecanismos de distribución de la renta (salarios, prestaciones, etc.), o puede reflejar una opción social por no interferir con esos mecanismos y corregir la distribución de la renta mediante la renta mínima.

Evidentemente, el diseño de la renta mínima debe tener en cuenta sus efectos como incentivo o desincentivo hacia determinadas conductas. Pero en primer lugar, ese problema se halla en el diseño de la renta mínima más que en su gestión o su relación con el acompañamiento social. Desde hace años se sabe que las rentas mínimas deben incluir mecanismos de «no penalización» por el acceso a salarios, y hay formas de diseño de las prestaciones que pueden reducir al mínimo tal efecto. En segundo lugar, conviene ser muy prudente con el uso de prestaciones como incentivos (o su retirada como incentivos negativos). Es sabido que los incentivos pueden desvirtuar las motivaciones intrínsecas y de tipo moral de los comportamientos. Un ejemplo frecuente es condicionar prestaciones de asistencia social a la escolarización de los menores. La obligación de escolarizar a los menores no depende ni deriva de la percepción de una prestación, sino de una obligación parental general y de un derecho y obligación de los menores, y vincular las dos cosas envía en mensaje de que la pérdida de la prestación puede ser el precio que da derecho a incumplir la escolarización.

En resumen, una renta mínima debe estar, en primer lugar, bien diseñada para reducir al mínimo los posible incentivos indeseados. Una vez diseñada, su gestión debe orientarse a (a) llegar a toda la población con derecho, (b) gestionar el acceso y el pago con rapidez y eficacia y (c) combatir el fraude.

 

Las acciones de apoyo y acompañamiento de la incorporación responden  a una lógica muy diferente, la lógica de la intervención o el trabajo social.

La finalidad de tales acciones es facilitar a personas que tienen dificultades especiales para desarrollar su proyecto de vida, de participación e incorporación social un serie de apoyos que les ayuden a desarrollarlo en la medida de sus posibilidades. Esas dificultades pueden tener orígenes muy diversos. Suelen incluir elementos propios de las personas afectadas y también de su entorno y de las instituciones sociales. La discapacidad, los problemas graves de salud física o mental, los problemas con las drogas, los problemas con la justicia penal, las rupturas de parejas con hijos, la falta de redes y de vínculos sociales, sufrir la violencia de género o la discriminación por razones de origen, color de la piel, orientación sexual o de otro tipo son algunos de los factores que pueden conllevar dificultades añadidas para «hacer» o «rehacer» la vida, para participar razonablemente de la seguridad de existencia y las relaciones sociales que constituyen la inclusión social. Las personas que se ven afectadas por alguna de estas situaciones son muy diferentes entre sí, pero comparten (una parte de ellas, claro está) la necesidad de apoyos y acompañamiento para su proceso de desarrollo personal e integración social y comunitaria.

Lo que la experiencia de la intervención social muestra es que esos procesos de acompañamiento y desarrollo requieren de algunos elementos clave.

En primer lugar, son procesos que sólo pueden protagonizar las personas afectadas. No se le puede «rehacer la vida a otro». Como dice el lema de un programa británico de reinserción de exreclusos, «sólo los delincuentes pueden no-reincidir». Reconocer ese protagonismo de las propias personas afectadas por las dificultades condiciona el tipo y las formas de intervención. Significa, por ejemplo, que el «diagnóstico» sobre dónde se está y qué cuestiones hay que abordar en primer lugar o es compartido o no sirve de gran cosa. Un diagnóstico «objetivo» y «externo» puede ser de utilidad para el profesional, pero sólo es relevante para la persona en la medida en que lo comparte. Significa también, que la dirección del proceso y los ritmos del mismo han de ser aquellos que la persona pueda y sepa seguir. Ello no excluye la acción profesional, como es lógico. A las personas se nos puede intentar hacer ver cosas que no vemos, se nos puede aconsejar. No se puede «hacer en nuestro lugar».

En segundo lugar, los ritmos y las direcciones de los procesos vitales, incluidos los de «incorporación» son complejos e irregulares. Difícilmente pueden encorsetarse en modelos de «itinerario» predefinidos y en los plazos de la gestión administrativa. Hay procesos que con rapidez evolucionan hacia situaciones de autonomía de las personas para gestionarlos, y otros que se mantendrán durante largos períodos de tiempo. Hay procesos que empiezan por pequeñas cosas y avanzan hacia objetivos más ambiciosos (el modelo típico de la «escalera») y hay procesos que se desencadenan desde el abordaje de lo más complicado y de ahí se recomponen otras cuestiones (es el caso de modelos como el Housing First o algunas empresas de inserción). Los modelos de «talla única», de «one size fits all», de «el empleo siempre primero y cualquier empleo» para todo el mundo no sirven. Cuestión distinta es que la gestión del trabajo en los servicios pueda exigir agrupar  formalmente las intervenciones por períodos de tiempo (semestres, años), recogerlas en documentos formalizados (convenios de inclusión, PIAs, etc.). Pero esos instrumentos son simples formas (contenedores) que deben tener contenidos mucho más flexibles y ajustados a los procesos reales de la vida de las personas.

En tercer lugar, los procesos de acompañamiento requieren de una relación de comunicación que incluya niveles importantes de confianza. Esta confianza requiere una delimitación clara de las responsabilidades que tiene y las que no tiene el profesional acompañante o referente, y requiere limitar los comportamientos instrumentales. Todo profesional tiene algunas obligaciones ineludibles de las que las personas atendidas deben ser conocedoras. Por ejemplo, un profesional tiene que actuar si sabe de una situación de desprotección o maltrato de un menor, o de peligro para otra persona. Pero no debe estar obligado a denunciar o tomar medidas ante cualquier comportamiento irregular o ilegal de la persona con la que trabaja. Que deba señalárselo a la persona y advertirle de las consecuencias posibles de sus acciones no significa que siempre deba responder. En especial, parece aconsejable que la decisión sobre el acceso o no a prestaciones no esté en manos del profesional acompañante.

 

Como hemos tratado de explicar, renta mínima y servicios de acompañamiento para la inclusión responden a lógicas diferentes y se dirigen a poblaciones sólo coincidentes en parte. Una vinculación excesiva entre ambas acciones corre serios peligros de desvirtuar ambas, y la experiencia de los últimos años lo pone en evidencia. Por un lado, un acceso a la renta mínima condicionado al establecimiento y cumplimiento de un acuerdo de inclusión puede convertir a la renta mínima en una prestación de acceso excesivamente discrecional y estigmatizante, con el riesgo de excluir a muchas de las personas que la deben recibir, extender la inseguridad jurídica y debilitar la ciudadanía. Por el lado contrario, corre el riesgo de convertir la intervención social para acompañar la inclusión en un mero trámite o en un simple mecansimo de control para combatir el fraude o disciplinar socialmente a poblaciones de las que se sospecha un comportamiento indeseable. Así, tanto la renta mínima como la intervención social se devalúan cuando la intención original era la de potenciar ambas.

Sobre la querella Renta básica versus Renta mínima

por Manuel Aguilar Hendrickson

Coincido con las ideas que ha expuesto Luis Sanzo @lsanzo en twitter y que se pueden leer aquí. Sólo querría añadir algunas consideraciones sobre las diversas propuestas pretenden garantizar un derecho a la existencia por medio de un pago monetario periódico.

Hasta ahora ha habido dos grandes formas de abordar ese objetivo:

a) la combinación de un sistema de seguro (contributivo) orientado a mantener el ingreso anterior con un sistema de protección asistencial para quienes quedan por debajo de cierto nivel de ingresos de la actividad y fuera del primer sistema.

b) un sistema de carácter universal, es decir, que paga a todo el mundo una prestación igual con independencia de los ingresos que pueda tener, sistema que se puede combinar con uno adicional de seguro para alcanzar un nivel mayor de sustitución de las rentas de actividad perdidas.

El primer modelo es el más extendido, con diversas configuraciones. Algunos países (en especial los «anglosajones») tienen sistemas de seguro de poca intensidad protectora y niveles asistenciales más desarrollados. Otros (los «continentales») combinan sistemas fuertes en ambos niveles. Finalmente, los países «mediterráneos» se han caracterizado por sistemas de seguro relativamente fuertes y en algunos casos generosos y sistemas asistenciales escasos e incompletos. El exceso de «generosidad» para las rentas altas de los sistemas de seguro mediterráneos sigue siendo un problema en Portugal, Grecia e Italia, y mucho menos en España.

El segundo modelo no se ha establecido hasta la fecha de forma generalizada. Está presente en países escandinavos en las pensiones y las prestaciones por hijos. En los países «continentales» (pero no en los mediterráneos) también está presente en muchos casos para los menores (prestaciones universales por hijo a cargo).

Pienso que el primer modelo, el «bismarckiano», no puede ofrecer resultados satisfactorios a medio y largo plazo en el contexto de los nuevos mercados de trabajo en los que las carreras de empleo y cotización estables a tiempo completo no son ya la norma. Son muchas las disfunciones que ya están apareciendo, desde la desprotección de los outsiders hasta el efecto de las cotizaciones sobre el empleo.

Creo que un proceso de transición desde el primer modelo hacia el segundo es una estrategia deseable. Pero no se deberían infravalorar las dificultades profundas y complejas que entraña un cambio así. Se trata de instituciones de protección social (y sistemas de financiación de las mismas) arraigadas y que han generado sus imaginarios sociales y sus valores, su «economía moral». También han creado sus expectativas y sus derechos «adquiridos», fruto de pactos intergeneracionales.

Las propuestas que @lsanzo ha sintetizado se sitúan en la lógica de

(a) mejorar el nivel asistencial del primer modelo (propuestas 1. Ingreso Mínimo Vital más Complemento Salarial y 3. Renta Mínima Garantizada, a la que se puede añadir el CS, formuladas respectivamente en el acuerdo PSOE-Ciudadanos y en el programa de Podemos) o

(b) establecer de forma generalizada el segundo modelo (Renta Básica).

En mi opinión, el principal problema de la propuesta de Renta Básica no es la dirección en la que va. Creo, de hecho, que la dirección es la deseable. El problema es que imagina una situación futura sin tener en cuenta lo bastante las dificultades de la transición de un modelo a otro.

Las dificultades prácticas son muchas y no hay espacio para discutirlas aquí. Afecta a cuestiones como una apuesta por la financiación fiscal frente a la basada en cotizaciones sociales (en un país en el que la segunda tiene menos problemas de eficacia que la primera). O los efectos difíciles de predecir sobre el comportamiento laboral de un elevado gravamen de los salarios compensado por la exención fiscal de los primeros 7 mil euros anuales. O la cuestión del carácter individual o familiar de la Renta Básica y sus consecuencias sobre la equidad. No digo que estas cuestiones descalifiquen la idea. Simplemente que la sencillez de la Renta Básica es menor de lo que parece.

El principal problema es, a mi juicio, de tipo político y social. Supone ir en contra de criterios, ideas y valores muy arraigados, que no pueden descartarse de un plumazo con la acusación de «resistencia al cambio». Un proyecto de universalización de la protección económica para garantizar el derecho incondicional a la existencia tiene que tener este factor en cuenta, salvo que aspire a implantarse por medio de una operación tecnocratico-autoritaria, cosa que no creo que esté en la mente de los proponentes.

Creo que una vía más interesante para avanzar hacia el objetivo que proponen los defensores de la renta básica es una reforma progresiva por tramos de los sistemas de garantía de ingresos (incluida su «sumergida» vertiente fiscal). Sólo para ilustrar por dónde podría ir una reforma de este tipo, apunto tres líneas de acción:

  1. Abordar en un plazo razonablemente corto el establecimiento de una prestación por hijo a cargo universal de una cuantía cercana a los 150-200€, que suele considerarse por los tribunales como el mínimo de existencia de los menores. Supondría la sustitución de las actuales y miserables prestaciones por hijo a cargo y de los mínimos vitales por descendiente del IRPF. Si se desea ajustar aún más su equidad, se podrían considerar renta a efectos fiscales. Una renta básica para menores, para el sector de población en el que no hay un sistema previo digno de ese nombre, donde el problema de las economías de escala es irrelevante y que puede contar con una legitimidad política y social muy fuerte (existe en buena parte de Europa, la UE está reclamando atención a la pobreza infantil, hay menos reparos «morales» y tiene un efecto demostrado de reducción de la pobreza y de inversión social).
  2. Abordar con más cautela una reforma del sistema de pensiones que tienda a sustituir las actuales PNC y los complementos de mínimos, así como las pensiones de viudedad de personas no activas por una «primera» pensión universal. Esta es una reforma más compleja, y supone entrar en un replanteamiento del papel de impuestos y cotizaciones, imprescindible pero con problemas.
  3. Establecer una renta mínima «garantizada» para las personas en edad activa. Es decir una prestación económica para personas/hogares con ingresos inferiores a un umbral (por lo tanto «condicionada» a la insuficiencia de recursos) compatible con ingresos del trabajo si los hay. La concurrencia con las rentas del trabajo se puede articular con una combinación de reducciones parciales de la prestación y un complemento salarial fiscal. Los elementos clave de un modelo así irían en la línea de lo que se propone en un reciente informe de FOESSA.
    Una prestación que podría incluir la obligación de no rechazar ofertas de empleo adecuadas para las personas que puedan trabajar, pero no las exigencias de «contrapartida» y de comportamiento presentes hoy en muchas RMI autonómicas. Requiere de una verificación de ingresos que podría hacerse desde las agencias tributarias (expertas como son en comprobar los ingresos de la población).
    Hay formas (que no se pueden detallar aquí) de ir hacia una individualización de las prestaciones, a reducir su posible efecto desincentivador del empleo, y a reducir los elementos constrictivos que a menudo se critican.
    Las cuestiones de encaje institucional son delicadas, pero personalmente me inclinaría por una integración con los subsidios asistenciales por desempleo y su ubicación en el nivel no contributivo de la seguridad social, redefiniendo la función de «asistencia social» de las comunidades como la modulación y ajuste a los costes de la vida y las necesidades específicas de cada territorio (función que también se podría atribuir a los municipios).

Si en los decenios próximos se avanza (cosa que no está asegurada) hacia una universalización de la garantía de rentas, en la línea que defienden los proponentes de la Renta Básica, creo que se hará por un camino muy distinto del «giro copernicano» que imaginan. Por ello es especialmente desafortunado contraponer Renta Básica y estrategias más parciales y «envolventes» de ir en esa dirección, empezando por completar el nivel menos desarrollado de nuestro Estado social. Sobre todo cuando la descalificación sumaria de la Renta Mínima sirve, al final, no para establecer una Renta Básica sino para mantener nuestro vergonzosamente insuficiente nivel asistencial de protección. En el fondo, el problema político de fondo al que se enfrenta cualquiera de las dos estrategias es el mismo: convencer a las clases medias, a los insiders, de que es necesario desarrollar la protección del creciente número de outsiders y precarios, y que eso supone o bien un aumento de su esfuerzo fiscal o bien un recorte de los servicios públicos (sociales y no sociales) de los que hoy disfrutamos.