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El frustrado estado (de bienestar) propio

Enric Juliana escribe hoy en La Vanguardia En defensa de Pasqual Maragall. Más allá del rifi-rafe poco elegante abierto con las palabras de Bono, Juliana ilustra sobre algunos de los dilemas políticos de las fuerzas políticas (cisibéricas y transibéricas) durante el proceso que hizo perder al PP el liderazgo político del milagro (con trampa, como todo milagro) económico 1995–2007 y cerró el ciclo pujolista.

Además (por debajo de, diría yo) de lo que Juliana explica creo que hay otro elemento, que en su momento fue explícito pero que después ha desaparecido de la mayoría los análisis. Los «hermanos Maragall» y lo que representaban trataron de redefinir el fundamento del autogobierno, desplazándolo desde lo identitario hacia las políticas de bienestar. La Generalitat debía ser el estado de bienestar catalán que se ganase el apoyo de los ciudadanos, no tanto por su capacidad de defender la lengua u otros símbolos de identidad (sin abandonarlos, desde luego), sino por su capacidad de articular un sistema educativo, sanitario y de servicios sociales ampliado, modernizado, eficaz y eficiente, con alguna incursión en la garantía de rentas (RMI renovada, prestaciones por hijos) aunque el núcleo de este campo —las pensiones— quedase en manos del gobierno central. Dicho de otro modo, de las partes fundamentales del estado de bienestar que emplean a técnicos y profesionales. Ese proyecto que debía suscitar la implicación de sus «tripulantes» (las clases medias formadas y funcionales que trabajamos en los servicios públicos) y de sus «pasajeros», los ciudadanos receptores de servicios. Un «patriotismo» mas sueco que francés, por así decir.

Pero era el proyecto tenía al menos dos puntos débiles. En primer lugar, suponía la ruptura con la modelo político catalán nacido de la transición, el bipartidismo de ensueño como lo ha llamado Josep Ramoneda. La Generalitat subvencionadora y orientada a la gestión privada de la sanidad, en manos de CiU, los ayuntamientos haciendo micropolíticas sociales locales y manteniendo su propia red de subvenciones, en manos del PSC. Los «hermanos Maragall» aspiraban a transformar radicalmente el modelo, cosa que sólo podía molestar a sus protagonistas (CiU «pujolista» y PSC «municipalista») y a sus beneficiarios en La Moncloa (aquellos que descubrieron que la clave de la gobernación de Sefarad es que Cataluña la gobierne CiU, el País Vasco lo gobierne el PNV y de Navarra se hable lo menos posible).

El segundo y principal problema radicaba en que tal proyecto de ampliación razonable del estado de bienestar empleador necesita de un sistema adecuado de financiación fiscal. En mi modesta opinión, la razón principal de la insuficiente financiación (que afecta a todo Sefarad) es un sistema fiscal que recauda menos de lo necesario para mantener el estado que los ciudadanos quieren tener y del que no estamos tan lejos. Recauda de menos, pero se ha podido evitar el mal trago de decir a los ciudadanos que hay que pagar más impuestos (sobre todo algunos, y no sólo los más ricos, tienen que pagarlos) «dopando» al estado con ingresos atípicos y coyunturales (inmobiliarios, sobre todo), gastándonos las cotizaciones sociales en otras cosas, comme d’habitude, y fondos europeos… hasta que se acabaron las tres cosas. Ese problema de fondo no lo quiere ver nadie en Sefarad (cis- ni transibérica) tal vez porque nadie quiere dar noticias desagradables, y menos cuando se está de fiesta. El otro gran obstáculo, que tampoco se ha querido ver, es el estrechamiento de los márgenes en una Eurolandia sin gobierno político-social y sometida a una creciente competencia global, como explica Claus Offe en Europa acorralada.

El lento naufragio del proyecto, hasta que embarrancó en los arrecifes de la crisis, podría explicar la acumulación de frustración entre las clases medias funcionales (que aspiran a prestar sus servicios de calidad en los servicios públicos y son fáciles de encontrar en el Proceso) y la creciente centralidad de la financiación en el debate político en Cataluña. De renegociar la financiación bajo el tripartito, al fallido pero no intentado pacto fiscal, al expolio fiscal y a la independencia como solución de financiación del estado del bienestar, ya no el proyecto maragaliano de ampliación, pero al menos para mantener lo existente.

Pienso que ahí está el nudo que une la tensión «social» de la crisis con la tensión «nacional» catalana, el cemento del Partido del Nos Vamos, sobre todo desde que CDC abandonó su entusiasmo inicial por la austeridad y el aligeramiento del estado de bienestar, probablemente vistos los riesgos que se expresaron en la Plaça de Catalunya y el Parc de la Ciutadella. En el resto de Sefarad la casta, la corrupción y la madrastra Merkel pueden jugar ese papel para ligar la mayonesa del Partido de la Ira. Dos movimientos que expresan frustraciones en parte justificadas, aunque no está nada claro que señalen la naturaleza real de los problemas, y menos que formulen soluciones posibles. Claro que entre una solución complicada y una sencilla, ¿quién elegiría la complicada?

Aire fresco en un agosto nublado

por Manuel Aguilar Hendrickson

Animado por el golpe de aire fresco que Quim Brugué y Ismael Peña-López han hecho correr hoy, me atrevo a plantear alguna duda que va un poco más allá del planteamiento de ambos. Son dudas sobre algo que creo que se adivina en ambos textos, pero que queda fuera de de la línea central de argumentación de los dos. Ambos abordan (en mi humilde opinión) las tensiones políticas que vivimos («vieja» vs. «nueva» política) desde un punto de vista de «procedimiento», de mecánica de funcionamiento del sistema político, y en ese campo coincido en lo fundamental con los dos. Pero se me hace difícil no escarbar un poco más allá.

¿Porqué el régimen democrático que hace pocos años casi nadie discutía (por diversas razones) aparece de pronto como un régimen que ha degenerado en la cleptocracia, la plutocracia y la ineptitud? La hipótesis que parece estar detrás de casi todos los planteamientos de regeneración democrática es que el sistema ha sido capturado por una «mafia» o «casta» o «élite extractiva» que se ha aprovechado de numerosos los defectos de funcionamiento del sistema de representación y de gobierno. Es probable que esa captura tenga bastante de cierta, pero no parece plausible que sea reciente. Cuando se tira del ovillo, parece que tal captura se remonta a la Transición, al Franquismo, a la Restauración o incluso a la Década Moderada o a 1714.

Se me ocurre otra hipótesis explicativa que tal vez sitúe el problema en otro terreno. El malestar con la «vieja» política podría tener su raíz en la percepción (ésta sí es novedosa) de que es incapaz de ofrecer condiciones de vida aceptables y perspectivas de futuro atractivas (ilusorias o no) a una mayoría «suficiente» del electorado. Esa pérdida de capacidad parece derivar de la creciente impotencia de los estados (tal como hoy existen) de gobernar un funcionamiento social y económico cuyo ámbito desborda las fronteras estatales, y cuyo objeto son más los flujos (de personas, de capitales) que los stocks (para los que se «diseñó» el estado moderno). Pérdida de capacidad que se ha formalizado en la pérdida progresiva de las palancas que definían el estado soberano: emisión de moneda, fijación de los tipos de interés, política «exterior y de defensa» autónoma.

Puede que mientras la «casta», «mafia» o «élite extractiva» nos ofrecía perspectivas aceptables, era el precio inevitable a pagar. Cuando deja de hacerlo, «descubrimos» que eran unos corruptos.

Si es así, me preocupan dos supuestos que subyacen a buena parte de la «nueva» política.

  1. La idea de que la voluntad soberana (es decir, liberada de barreras ilegítimas —«nacionales» o «mafiosas») del «pueblo» o de la «sociedad civil» lo puede casi todo. Si «decidimos» que Catalunya sea como Dinamarca o Finlandia, lo será. Si «decidimos» que España tenga una economía basada en el conocimiento, la sostenibilidad, el alto valor añadido y los salarios altos, la tendrá. Si no es así, será porque «otro» (España, la mafia…) limita o manipula «nuestra» voluntad. El problema aquí es doble. El que señala Quim Brugué (la «unidad» de voluntad de una sociedad plural y compleja es complicada) y la creencia en el poder «soberano» de la voluntad, que ignora restricciones y limitaciones de la realidad.
  2. La idea de que los ámbitos reducidos («lo pequeño es hermoso») son los que permiten organizar mejor el funcionamiento político. Lo local o lo pequeño tienen numerosas ventajas de «procedimiento» democrático, pero resultan cada vez menos relevantes para el gobierno de nuestras sociedades.

El sueño de que un ámbito «abarcable» por lo pequeño, si «queremos» y no nos lo impiden «otros», permite gobernar los flujos económicos y sociales que marcan nuestras vidas para hacerlos compatibles con una vida digna es comprensible y puede ser creíble. Pero no está nada claro de que sea ni viable ni sensato (condiciones difícilmente exigibles a los sueños, desde luego, pero sí a las propuestas políticas) en el mundo actual. El trilema de Rodrik formaliza el problema de fondo: no es posible tener a la vez Estado-nación, democracia y globalización. Como me temo que la globalización es algo que no está en nuestras manos suprimir, como mucho sería «modulable» a escala global, el sueño de la soberanía de la «voluntad popular» puede transformarse en una pesadilla.