por Manuel Aguilar Hendrickson
Animado por el golpe de aire fresco que Quim Brugué y Ismael Peña-López han hecho correr hoy, me atrevo a plantear alguna duda que va un poco más allá del planteamiento de ambos. Son dudas sobre algo que creo que se adivina en ambos textos, pero que queda fuera de de la línea central de argumentación de los dos. Ambos abordan (en mi humilde opinión) las tensiones políticas que vivimos («vieja» vs. «nueva» política) desde un punto de vista de «procedimiento», de mecánica de funcionamiento del sistema político, y en ese campo coincido en lo fundamental con los dos. Pero se me hace difícil no escarbar un poco más allá.
¿Porqué el régimen democrático que hace pocos años casi nadie discutía (por diversas razones) aparece de pronto como un régimen que ha degenerado en la cleptocracia, la plutocracia y la ineptitud? La hipótesis que parece estar detrás de casi todos los planteamientos de regeneración democrática es que el sistema ha sido capturado por una «mafia» o «casta» o «élite extractiva» que se ha aprovechado de numerosos los defectos de funcionamiento del sistema de representación y de gobierno. Es probable que esa captura tenga bastante de cierta, pero no parece plausible que sea reciente. Cuando se tira del ovillo, parece que tal captura se remonta a la Transición, al Franquismo, a la Restauración o incluso a la Década Moderada o a 1714.
Se me ocurre otra hipótesis explicativa que tal vez sitúe el problema en otro terreno. El malestar con la «vieja» política podría tener su raíz en la percepción (ésta sí es novedosa) de que es incapaz de ofrecer condiciones de vida aceptables y perspectivas de futuro atractivas (ilusorias o no) a una mayoría «suficiente» del electorado. Esa pérdida de capacidad parece derivar de la creciente impotencia de los estados (tal como hoy existen) de gobernar un funcionamiento social y económico cuyo ámbito desborda las fronteras estatales, y cuyo objeto son más los flujos (de personas, de capitales) que los stocks (para los que se «diseñó» el estado moderno). Pérdida de capacidad que se ha formalizado en la pérdida progresiva de las palancas que definían el estado soberano: emisión de moneda, fijación de los tipos de interés, política «exterior y de defensa» autónoma.
Puede que mientras la «casta», «mafia» o «élite extractiva» nos ofrecía perspectivas aceptables, era el precio inevitable a pagar. Cuando deja de hacerlo, «descubrimos» que eran unos corruptos.
Si es así, me preocupan dos supuestos que subyacen a buena parte de la «nueva» política.
- La idea de que la voluntad soberana (es decir, liberada de barreras ilegítimas —«nacionales» o «mafiosas») del «pueblo» o de la «sociedad civil» lo puede casi todo. Si «decidimos» que Catalunya sea como Dinamarca o Finlandia, lo será. Si «decidimos» que España tenga una economía basada en el conocimiento, la sostenibilidad, el alto valor añadido y los salarios altos, la tendrá. Si no es así, será porque «otro» (España, la mafia…) limita o manipula «nuestra» voluntad. El problema aquí es doble. El que señala Quim Brugué (la «unidad» de voluntad de una sociedad plural y compleja es complicada) y la creencia en el poder «soberano» de la voluntad, que ignora restricciones y limitaciones de la realidad.
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La idea de que los ámbitos reducidos («lo pequeño es hermoso») son los que permiten organizar mejor el funcionamiento político. Lo local o lo pequeño tienen numerosas ventajas de «procedimiento» democrático, pero resultan cada vez menos relevantes para el gobierno de nuestras sociedades.
El sueño de que un ámbito «abarcable» por lo pequeño, si «queremos» y no nos lo impiden «otros», permite gobernar los flujos económicos y sociales que marcan nuestras vidas para hacerlos compatibles con una vida digna es comprensible y puede ser creíble. Pero no está nada claro de que sea ni viable ni sensato (condiciones difícilmente exigibles a los sueños, desde luego, pero sí a las propuestas políticas) en el mundo actual. El trilema de Rodrik formaliza el problema de fondo: no es posible tener a la vez Estado-nación, democracia y globalización. Como me temo que la globalización es algo que no está en nuestras manos suprimir, como mucho sería «modulable» a escala global, el sueño de la soberanía de la «voluntad popular» puede transformarse en una pesadilla.
comentarios
Hola Manuel,
Lo primero que querría de ir es que comparto tus dudas sobre los porqués de esos déficits y su apariciøn ahora y no antes. Aunque es una mera breve presentación, apunté algunas hipótesis aquí:
Democracia de red y nueva institucionalidad. Nuevos modelos para la democracia del s.XXI
http://ictlogy.net/bibliography/reports/projects.php?idp=2304
Sobre las dos cuestiones que vienen después, me gustaría hacer un par de comentarios.
Las ciencias sociales suelen explicar bastante bien qué no ha funcionado y porqué, y suelen equivocarse bastante en qué va a funcionar y porqué. Ello es porque no suele deducirse que lo contrario de lo que ha ido mal vaya necesariamente a ir bien. En nuestro caso particular, que la corrupción institucional sea un escollo a superar no se deduce, necesariamente, que la sociedad civil o la voluntad soberana vayan a poderlo todo. Si bien hay gente que lo cree así, yo, personalmente, coincido contigo en tener mis reservas a este respecto. Eso sí, también creo que vale la pena probar: en algunos ámbitos hay ya poco margen para empeorar y mucho para mejorar.
Coincido también en la segunda, pero me gustaría separarme del todo o nada que generalmente encontramos: me gustaría probar, ni que fuese una vez, una aplicación estricta del principio de subsidiariedad. Y, además, entendido no geográficamente, sino conceptualmente: lo que me afecte directamente, poder decidir sobre ello, sea las farolas de mi calle o la política educativa del ministerio que afectará a mis hijos. Normalmente nos vamos a los extremos: o democracia directa para todo o participación en frivolidades.
Esto último «resolvería», en parte, el trilema de Rodrik, modulando ad-hoc ámbitos jurisdiccionales de toma de decisiones, superando las barreras existentes actualmente (léase estado nación) en ambos sentidos: hacia arriba y hacia abajo.
Un saludo,
i.