Renta mínima e inserción: ¿sinergia o suma negativa?

por Manuel Aguilar Hendrickson

1. Renta mínima e inserción

Desde sus inicios, el concepto de renta mínima de inserción contiene elementos problemáticos. La RMI intenta combinar dos tipos de acción pública frente a la pobreza extrema. Por un lado, la acción redistributiva para asegurar a quienes dispongan de unos ingresos inferiores a un umbral (normalmente de subsistencia o de cobertura de necesidades muy básicas) una prestación económica que los complete hasta ese nivel. Por otra, a partir de la idea de que la pobreza económica suele estar vinculada a carencias y dificultades de tipo social, personal, formativo, etc., la oferta a la población «pobre» de servicios que favorezcan su «inserción», «integración» o «inclusión» social.

Formalmente, el vínculo suele realizarse estableciendo que las personas perceptoras de la renta mínima deberán acordar con los servicios la realización de actividades orientadas a su inserción social. La forma de combinar estos dos tipos de acciones (redistribución mediante prestaciones y servicios para la inserción) ha sido problemática desde sus inicios. Indicio de tales dificultades ha sido la diversidad de formas de concebir esa articulación.

En el debate parlamentario francés de 1988 la cuestión se polarizó en torno a los conceptos de «doble derecho» y «contrapartida».

La concepción de la «contrapartida» se fundaba en la idea de que quienes reciban de la colectividad medios para su subsistencia deben aceptar como «contraprestación» la participación en actividades formativas, laborales o sociales. Dentro de este enfoque, las interpretaciones varían también entre aquellas que ponen el acento en hacer «algo a cambio» para legitimar la prestación (y por tanto la utilidad intrínseca de su contenido es secundaria) y quienes lo ponen en que se trate de acciones eficaces para «sacar» a las personas de su situación, que constituyen una garantía de que su situación de falta de medios propios no se alargará en el tiempo.

En el extremo contrario, la idea de «doble derecho» pretendía mantener una cierta vinculación entre ambas acciones, pero reduciendo al mínimo la condicionalidad, al insistir en que se trata de dos derechos que, en principio, la persona ejercerá voluntariamente, y en la flexibilidad y la participación de la persona en la selección de las acciones.

La opción en el caso francés fue la del «doble derecho», que se tradujo en establecer que el acceso venía determinado por criterios de ingresos (y otras circunstancias personales como edad, residencia, etc.) y establecer que los perceptores debían acordar posteriormente con los servicios una serie de acciones a realizar. Aunque existía esta obligación, el énfasis en el carácter acordado y una gestión flexible, que incluía la aceptación de que en buena parte de los casos no habría contrato, hizo que se tratara de una condicionalidad limitada.

En el caso español, las rentas mínimas de inserción creadas desde 1989 han presentado diversas formas de abordar la cuestión, si bien en su mayoría se han inclinado hacia la idea de contrapartida. En el caso más extremo, el acceso a la renta mínima sólo se produce una vez que se ha diseñado y aceptado el «programa de inserción». En los demás, la formulación ha sido mayoritariamente la de una condicionalidad fuerte, que en ocasiones se ha utilizado para ajustar el número de perceptores a las disponibilidades presupuestarias. La principal excepción ha sido el caso del País Vasco, que ha ido limitando la intensidad de la condicionalidad.

Esta orientación hacia la contrapartida, que limita el carácter de derecho de la prestación, ha permitido la perpetuación de una forma de concebir la relación entre ciudadanos pobres y servicios que se puede calificar como de protección tutelar. Se trata de un modelo de atención que concibe a la persona pobre como un objeto de protección más que como un sujeto de derechos, y establece una relación muy desigual entre servicios y ciudadanos en favor de los primeros, que pueden decidir si «conviene» o no al ciudadano recibir las prestaciones y con qué condiciones.

2. Los problemas

Combinar en un dispositivo estrechamente integrado renta mínima e inserción plantea sobre todo problemas de tres tipos: a) los que tienen que ver con la relación entre ciudadanos e instituciones públicas; b) los que tienen que ver con las distintas poblaciones destinatarias de cada acción; y c) los que tienen que ver con las diferentes lógicas de acción de las prestaciones económicas y de la intervención social.

2.1. Ciudadanos, derechos, administración

En una sociedad democrática y en un estado de derecho, el acceso de los ciudadanos a las prestaciones públicas debe contar con garantías jurídicas que hagan posible respetar los principios de igualdad y seguridad jurídica. Ello requiere regular el acceso a las prestaciones en términos bien de derecho subjetivo bien de concurrencia.

Cuando se regulan como derecho subjetivo, se garantiza el acceso de todas las personas que cumplan con las condiciones y los requisitos de acceso previamente establecidos, allegando recursos adicionales si es necesario. Derecho subjetivo no significa derecho incondicional, salvo en contadas excepciones que tienen que ver con derechos civiles básicos. De hecho, la regulación de cualquier derecho subjetivo consiste precisamente en establecer las condiciones de acceso. La regulación de un derecho es casi siempre la exclusión de otra parte de la población del mismo. La regulación de las condiciones o requisitos de ejercicio de un derecho debe ser tan clara y objetiva como sea posible, y para ello dichos requisitos deben ser verificables de forma nítida y efectiva. La edad, el tiempo cotizado, los ingresos de que se dispone, tener menores a cargo o el grado de discapacidad son atributos verificables, aunque en algunos casos pueda costar cierto trabajo hacerlo. Las actitudes de las personas, su condición de «excluido», su «voluntad» de «incorporarse a la sociedad» son atributos ambiguos, muy abiertos a interpretaciones contradictorias y por tanto a graves arbitrariedades.

Cuando el acceso a una prestación pública no puede ser asegurado para todas las personas, con frecuencia porque existe una disponibilidad limitada de recursos, lo que procede es regular el acceso en términos de concurrencia. Es una práctica habitual en el acceso a becas, a viviendas de protección oficial o a la universidad pública. Normalmente se abre un plazo para que los que reúnen las condiciones de acceso lo soliciten, se ordenan las solicitudes mediante una serie de criterios tan objetivos y medibles como sea posible, y se concede el acceso hasta el agotamiento de las plazas o recursos disponibles.

La introducción de elementos discrecionales y de valoraciones interpretables distorsiona gravemente la seguridad jurídica y el principio de igualdad de trato que los ciudadanos tienen derecho a exigir de la administración. La debilidad de la posición social de muchos perceptores de prestaciones de asistencia social explica probablemente que no recurran con mayor frecuencia a la protección de los tribunales, que en muchos casos obligaría a objetivar las razones de concesión o denegación de las prestaciones. La obligación de acordar actuaciones «para la inserción» y la exigencia de «cumplimiento de las acciones fijadas» han sido utilizados con frecuencia como «cláusula indeterminada» que ha permitido una fuerte discrecionalidad y arbitrariedad en el acceso y la pérdida de las prestaciones.

En este sentido, parece necesario configurar el acceso a prestaciones como la renta mínima y similares como un derecho subjetivo y la de las ayudas extraordinarias, becas de comedor y otras similares en régimen de concurrencia, y reducir al máximo los elementos de discrecionalidad. Esta regulación clara y garantista es compatible con diversos grados de extensión y «generosidad» de las prestaciones, que dependerán de los objetivos de satisfacción de necesidades que fije la sociedad a través de sus instituciones y de los recursos que esté dispuesta a dedicar a tales finalidades.

2.2. Poblaciones diferentes

Un segundo problema importante en la articulación entre renta mínima y servicios para la inserción reside en la no (plena) coincidencia de las poblaciones necesitadas de una y de otra. La renta mínima la «necesitan» las personas que carecen de ingresos (tal como define tal carencia la normativa). El acompañamiento de los servicios sociales (y/o de empleo, salud o de otro tipo) lo necesitan las personas que se encuentran con dificultades especiales para desarrollar su proyecto de vida, de participación e inclusión social.

Estas dos poblaciones coinciden en parte, pero no del todo. Hay una parte de la población sin ingresos que tienen además problemas de incorporación social, pero otra parte de la misma no los tiene. Además, una parte de la población con dificultades sociales dispone de ingresos superiores al umbral de la renta mínima, bien de otras prestaciones, bien derivados del trabajo. Esta falta de coincidencia se ha hecho evidente cuando personas sin dificultades sociales especiales pero sin empleo han empezado a recurrir a la renta mínima, grupo que se ha denominado sucesivamente «nuevo perfil», «casos laborales», etc. Pero no habría que olvidar el otro grupo necesitado de acompañamiento, con ingresos, que queda relegado a un segundo plano si se prioriza la «inserción» como complemento de la renta mínima.

Además, las personas entran y salen de cada una de esas situaciones de manera relativamente fluida. Las personas necesitadas de acompañamiento no deberían ver cómo este se interrumpe (o cambia de responsables) cada vez que accedan a ingresos de otro tipo, y una parte de ellas necesita de apoyos puntuales, en momentos de especial dificultad o de crisis, y no durante todo el período de percepción de la prestación.

2.3. Lógicas de acción diferentes

El tercer tipo de problemas tiene que ver con las lógicas y las formas de acción de cada dispositivo, que son diferentes y en ocasiones contradictorias.

Una prestación económica de renta mínima tiene como finalidad elevar la disponibilidad de ingresos de una persona o familia, su «solvencia» o su capacidad adquisitiva hasta permitirle cubrir sus necesidades básicas. La afirmación que se ha repetido en muchas ocasiones en el sentido de que la finalidad de la renta mínima es la inserción no tiene demasiado sentido. Sería como afirmar que la prestación por incapacidad temporal (la «baja» por enfermedad) tiene como finalidad la curación del enfermo, cuando su función es asegurar un ingreso mientras no pueda trabajar a causa de la enfermedad. La finalidad de la renta mínima es corregir (a escala sin duda modesta) la distribución de la renta en la franja de población más pobre.

Eso supone que una renta mínima funciona bien cuando llega a la proporción más alta posible de la población con ingresos inferiores al baremo. La renta mínima no funciona «mal» porque llegue a muchas personas o porque éstas estén percibiéndola durante mucho tiempo. Funciona «mal» si hay personas sin ingresos que no la reciben (el «no-recurso») porque no la conocen, porque se desaniman de solicitarla, porque algún requisito las excluye, porque rechazan un posible estigma asociado a su percepción. Funciona también «mal» si hay personas que la perciben cuando disponen de ingresos suficientes (el «fraude»). La renta mínima funciona «bien» cuando hay pocas personas con derecho que «no recurren» y pocas personas sin derecho que la perciben indebidamente.

Que una parte mayor o menor de la población perciba la renta mínima por períodos más o menos prolongados de tiempo no muestra un mal (ni buen) funcionamiento de la renta mínima. Puede mostrar un buen o mal funcionamiento de los mecanismos de distribución de la renta (salarios, prestaciones, etc.), o puede reflejar una opción social por no interferir con esos mecanismos y corregir la distribución de la renta mediante la renta mínima.

Evidentemente, el diseño de la renta mínima debe tener en cuenta sus efectos como incentivo o desincentivo hacia determinadas conductas. Pero en primer lugar, ese problema se halla en el diseño de la renta mínima más que en su gestión o su relación con el acompañamiento social. Desde hace años se sabe que las rentas mínimas deben incluir mecanismos de «no penalización» por el acceso a salarios, y hay formas de diseño de las prestaciones que pueden reducir al mínimo tal efecto. En segundo lugar, conviene ser muy prudente con el uso de prestaciones como incentivos (o su retirada como incentivos negativos). Es sabido que los incentivos pueden desvirtuar las motivaciones intrínsecas y de tipo moral de los comportamientos. Un ejemplo frecuente es condicionar prestaciones de asistencia social a la escolarización de los menores. La obligación de escolarizar a los menores no depende ni deriva de la percepción de una prestación, sino de una obligación parental general y de un derecho y obligación de los menores, y vincular las dos cosas envía en mensaje de que la pérdida de la prestación puede ser el precio que da derecho a incumplir la escolarización.

En resumen, una renta mínima debe estar, en primer lugar, bien diseñada para reducir al mínimo los posible incentivos indeseados. Una vez diseñada, su gestión debe orientarse a (a) llegar a toda la población con derecho, (b) gestionar el acceso y el pago con rapidez y eficacia y (c) combatir el fraude.

 

Las acciones de apoyo y acompañamiento de la incorporación responden  a una lógica muy diferente, la lógica de la intervención o el trabajo social.

La finalidad de tales acciones es facilitar a personas que tienen dificultades especiales para desarrollar su proyecto de vida, de participación e incorporación social un serie de apoyos que les ayuden a desarrollarlo en la medida de sus posibilidades. Esas dificultades pueden tener orígenes muy diversos. Suelen incluir elementos propios de las personas afectadas y también de su entorno y de las instituciones sociales. La discapacidad, los problemas graves de salud física o mental, los problemas con las drogas, los problemas con la justicia penal, las rupturas de parejas con hijos, la falta de redes y de vínculos sociales, sufrir la violencia de género o la discriminación por razones de origen, color de la piel, orientación sexual o de otro tipo son algunos de los factores que pueden conllevar dificultades añadidas para «hacer» o «rehacer» la vida, para participar razonablemente de la seguridad de existencia y las relaciones sociales que constituyen la inclusión social. Las personas que se ven afectadas por alguna de estas situaciones son muy diferentes entre sí, pero comparten (una parte de ellas, claro está) la necesidad de apoyos y acompañamiento para su proceso de desarrollo personal e integración social y comunitaria.

Lo que la experiencia de la intervención social muestra es que esos procesos de acompañamiento y desarrollo requieren de algunos elementos clave.

En primer lugar, son procesos que sólo pueden protagonizar las personas afectadas. No se le puede «rehacer la vida a otro». Como dice el lema de un programa británico de reinserción de exreclusos, «sólo los delincuentes pueden no-reincidir». Reconocer ese protagonismo de las propias personas afectadas por las dificultades condiciona el tipo y las formas de intervención. Significa, por ejemplo, que el «diagnóstico» sobre dónde se está y qué cuestiones hay que abordar en primer lugar o es compartido o no sirve de gran cosa. Un diagnóstico «objetivo» y «externo» puede ser de utilidad para el profesional, pero sólo es relevante para la persona en la medida en que lo comparte. Significa también, que la dirección del proceso y los ritmos del mismo han de ser aquellos que la persona pueda y sepa seguir. Ello no excluye la acción profesional, como es lógico. A las personas se nos puede intentar hacer ver cosas que no vemos, se nos puede aconsejar. No se puede «hacer en nuestro lugar».

En segundo lugar, los ritmos y las direcciones de los procesos vitales, incluidos los de «incorporación» son complejos e irregulares. Difícilmente pueden encorsetarse en modelos de «itinerario» predefinidos y en los plazos de la gestión administrativa. Hay procesos que con rapidez evolucionan hacia situaciones de autonomía de las personas para gestionarlos, y otros que se mantendrán durante largos períodos de tiempo. Hay procesos que empiezan por pequeñas cosas y avanzan hacia objetivos más ambiciosos (el modelo típico de la «escalera») y hay procesos que se desencadenan desde el abordaje de lo más complicado y de ahí se recomponen otras cuestiones (es el caso de modelos como el Housing First o algunas empresas de inserción). Los modelos de «talla única», de «one size fits all», de «el empleo siempre primero y cualquier empleo» para todo el mundo no sirven. Cuestión distinta es que la gestión del trabajo en los servicios pueda exigir agrupar  formalmente las intervenciones por períodos de tiempo (semestres, años), recogerlas en documentos formalizados (convenios de inclusión, PIAs, etc.). Pero esos instrumentos son simples formas (contenedores) que deben tener contenidos mucho más flexibles y ajustados a los procesos reales de la vida de las personas.

En tercer lugar, los procesos de acompañamiento requieren de una relación de comunicación que incluya niveles importantes de confianza. Esta confianza requiere una delimitación clara de las responsabilidades que tiene y las que no tiene el profesional acompañante o referente, y requiere limitar los comportamientos instrumentales. Todo profesional tiene algunas obligaciones ineludibles de las que las personas atendidas deben ser conocedoras. Por ejemplo, un profesional tiene que actuar si sabe de una situación de desprotección o maltrato de un menor, o de peligro para otra persona. Pero no debe estar obligado a denunciar o tomar medidas ante cualquier comportamiento irregular o ilegal de la persona con la que trabaja. Que deba señalárselo a la persona y advertirle de las consecuencias posibles de sus acciones no significa que siempre deba responder. En especial, parece aconsejable que la decisión sobre el acceso o no a prestaciones no esté en manos del profesional acompañante.

 

Como hemos tratado de explicar, renta mínima y servicios de acompañamiento para la inclusión responden a lógicas diferentes y se dirigen a poblaciones sólo coincidentes en parte. Una vinculación excesiva entre ambas acciones corre serios peligros de desvirtuar ambas, y la experiencia de los últimos años lo pone en evidencia. Por un lado, un acceso a la renta mínima condicionado al establecimiento y cumplimiento de un acuerdo de inclusión puede convertir a la renta mínima en una prestación de acceso excesivamente discrecional y estigmatizante, con el riesgo de excluir a muchas de las personas que la deben recibir, extender la inseguridad jurídica y debilitar la ciudadanía. Por el lado contrario, corre el riesgo de convertir la intervención social para acompañar la inclusión en un mero trámite o en un simple mecansimo de control para combatir el fraude o disciplinar socialmente a poblaciones de las que se sospecha un comportamiento indeseable. Así, tanto la renta mínima como la intervención social se devalúan cuando la intención original era la de potenciar ambas.

Sobre la querella Renta básica versus Renta mínima

por Manuel Aguilar Hendrickson

Coincido con las ideas que ha expuesto Luis Sanzo @lsanzo en twitter y que se pueden leer aquí. Sólo querría añadir algunas consideraciones sobre las diversas propuestas pretenden garantizar un derecho a la existencia por medio de un pago monetario periódico.

Hasta ahora ha habido dos grandes formas de abordar ese objetivo:

a) la combinación de un sistema de seguro (contributivo) orientado a mantener el ingreso anterior con un sistema de protección asistencial para quienes quedan por debajo de cierto nivel de ingresos de la actividad y fuera del primer sistema.

b) un sistema de carácter universal, es decir, que paga a todo el mundo una prestación igual con independencia de los ingresos que pueda tener, sistema que se puede combinar con uno adicional de seguro para alcanzar un nivel mayor de sustitución de las rentas de actividad perdidas.

El primer modelo es el más extendido, con diversas configuraciones. Algunos países (en especial los «anglosajones») tienen sistemas de seguro de poca intensidad protectora y niveles asistenciales más desarrollados. Otros (los «continentales») combinan sistemas fuertes en ambos niveles. Finalmente, los países «mediterráneos» se han caracterizado por sistemas de seguro relativamente fuertes y en algunos casos generosos y sistemas asistenciales escasos e incompletos. El exceso de «generosidad» para las rentas altas de los sistemas de seguro mediterráneos sigue siendo un problema en Portugal, Grecia e Italia, y mucho menos en España.

El segundo modelo no se ha establecido hasta la fecha de forma generalizada. Está presente en países escandinavos en las pensiones y las prestaciones por hijos. En los países «continentales» (pero no en los mediterráneos) también está presente en muchos casos para los menores (prestaciones universales por hijo a cargo).

Pienso que el primer modelo, el «bismarckiano», no puede ofrecer resultados satisfactorios a medio y largo plazo en el contexto de los nuevos mercados de trabajo en los que las carreras de empleo y cotización estables a tiempo completo no son ya la norma. Son muchas las disfunciones que ya están apareciendo, desde la desprotección de los outsiders hasta el efecto de las cotizaciones sobre el empleo.

Creo que un proceso de transición desde el primer modelo hacia el segundo es una estrategia deseable. Pero no se deberían infravalorar las dificultades profundas y complejas que entraña un cambio así. Se trata de instituciones de protección social (y sistemas de financiación de las mismas) arraigadas y que han generado sus imaginarios sociales y sus valores, su «economía moral». También han creado sus expectativas y sus derechos «adquiridos», fruto de pactos intergeneracionales.

Las propuestas que @lsanzo ha sintetizado se sitúan en la lógica de

(a) mejorar el nivel asistencial del primer modelo (propuestas 1. Ingreso Mínimo Vital más Complemento Salarial y 3. Renta Mínima Garantizada, a la que se puede añadir el CS, formuladas respectivamente en el acuerdo PSOE-Ciudadanos y en el programa de Podemos) o

(b) establecer de forma generalizada el segundo modelo (Renta Básica).

En mi opinión, el principal problema de la propuesta de Renta Básica no es la dirección en la que va. Creo, de hecho, que la dirección es la deseable. El problema es que imagina una situación futura sin tener en cuenta lo bastante las dificultades de la transición de un modelo a otro.

Las dificultades prácticas son muchas y no hay espacio para discutirlas aquí. Afecta a cuestiones como una apuesta por la financiación fiscal frente a la basada en cotizaciones sociales (en un país en el que la segunda tiene menos problemas de eficacia que la primera). O los efectos difíciles de predecir sobre el comportamiento laboral de un elevado gravamen de los salarios compensado por la exención fiscal de los primeros 7 mil euros anuales. O la cuestión del carácter individual o familiar de la Renta Básica y sus consecuencias sobre la equidad. No digo que estas cuestiones descalifiquen la idea. Simplemente que la sencillez de la Renta Básica es menor de lo que parece.

El principal problema es, a mi juicio, de tipo político y social. Supone ir en contra de criterios, ideas y valores muy arraigados, que no pueden descartarse de un plumazo con la acusación de «resistencia al cambio». Un proyecto de universalización de la protección económica para garantizar el derecho incondicional a la existencia tiene que tener este factor en cuenta, salvo que aspire a implantarse por medio de una operación tecnocratico-autoritaria, cosa que no creo que esté en la mente de los proponentes.

Creo que una vía más interesante para avanzar hacia el objetivo que proponen los defensores de la renta básica es una reforma progresiva por tramos de los sistemas de garantía de ingresos (incluida su «sumergida» vertiente fiscal). Sólo para ilustrar por dónde podría ir una reforma de este tipo, apunto tres líneas de acción:

  1. Abordar en un plazo razonablemente corto el establecimiento de una prestación por hijo a cargo universal de una cuantía cercana a los 150-200€, que suele considerarse por los tribunales como el mínimo de existencia de los menores. Supondría la sustitución de las actuales y miserables prestaciones por hijo a cargo y de los mínimos vitales por descendiente del IRPF. Si se desea ajustar aún más su equidad, se podrían considerar renta a efectos fiscales. Una renta básica para menores, para el sector de población en el que no hay un sistema previo digno de ese nombre, donde el problema de las economías de escala es irrelevante y que puede contar con una legitimidad política y social muy fuerte (existe en buena parte de Europa, la UE está reclamando atención a la pobreza infantil, hay menos reparos «morales» y tiene un efecto demostrado de reducción de la pobreza y de inversión social).
  2. Abordar con más cautela una reforma del sistema de pensiones que tienda a sustituir las actuales PNC y los complementos de mínimos, así como las pensiones de viudedad de personas no activas por una «primera» pensión universal. Esta es una reforma más compleja, y supone entrar en un replanteamiento del papel de impuestos y cotizaciones, imprescindible pero con problemas.
  3. Establecer una renta mínima «garantizada» para las personas en edad activa. Es decir una prestación económica para personas/hogares con ingresos inferiores a un umbral (por lo tanto «condicionada» a la insuficiencia de recursos) compatible con ingresos del trabajo si los hay. La concurrencia con las rentas del trabajo se puede articular con una combinación de reducciones parciales de la prestación y un complemento salarial fiscal. Los elementos clave de un modelo así irían en la línea de lo que se propone en un reciente informe de FOESSA.
    Una prestación que podría incluir la obligación de no rechazar ofertas de empleo adecuadas para las personas que puedan trabajar, pero no las exigencias de «contrapartida» y de comportamiento presentes hoy en muchas RMI autonómicas. Requiere de una verificación de ingresos que podría hacerse desde las agencias tributarias (expertas como son en comprobar los ingresos de la población).
    Hay formas (que no se pueden detallar aquí) de ir hacia una individualización de las prestaciones, a reducir su posible efecto desincentivador del empleo, y a reducir los elementos constrictivos que a menudo se critican.
    Las cuestiones de encaje institucional son delicadas, pero personalmente me inclinaría por una integración con los subsidios asistenciales por desempleo y su ubicación en el nivel no contributivo de la seguridad social, redefiniendo la función de «asistencia social» de las comunidades como la modulación y ajuste a los costes de la vida y las necesidades específicas de cada territorio (función que también se podría atribuir a los municipios).

Si en los decenios próximos se avanza (cosa que no está asegurada) hacia una universalización de la garantía de rentas, en la línea que defienden los proponentes de la Renta Básica, creo que se hará por un camino muy distinto del «giro copernicano» que imaginan. Por ello es especialmente desafortunado contraponer Renta Básica y estrategias más parciales y «envolventes» de ir en esa dirección, empezando por completar el nivel menos desarrollado de nuestro Estado social. Sobre todo cuando la descalificación sumaria de la Renta Mínima sirve, al final, no para establecer una Renta Básica sino para mantener nuestro vergonzosamente insuficiente nivel asistencial de protección. En el fondo, el problema político de fondo al que se enfrenta cualquiera de las dos estrategias es el mismo: convencer a las clases medias, a los insiders, de que es necesario desarrollar la protección del creciente número de outsiders y precarios, y que eso supone o bien un aumento de su esfuerzo fiscal o bien un recorte de los servicios públicos (sociales y no sociales) de los que hoy disfrutamos.

¿Qué estrategia de futuro para los servicios sociales?

por Manuel Aguilar Hendrickson

Los servicios sociales pasan por un momento importante, tal vez decisivo, en España. Las reformas de los años 2000 y en especial la ley de Dependencia, el impacto de la crisis económica en términos de pobreza, vidas rotas y exclusiones, y los recortes presupuestarios los han zarandeado y han puesto en evidencia algunos de sus problemas de fondo. Creo que no es exagerado decir que en estos años se está jugando cómo serán los servicios sociales de los próximos decenios.

Los servicios sociales en España están atravesados por las tensiones entre el modelo de acción social de un Estado de bienestar continental, familista y de baja intensidad protectora, y las necesidades de una sociedad postindustrial y envejecida. Aún hoy sigue vigente la concepción de los servicios sociales como una última red, escalón o nivel de protección dirigido a mejorar, aliviar y paliar las situaciones de desprotección, desamparo y exclusión que se escapan entre las redes de la protección social principal.

Pero la dinámica de una sociedad postindustrial, postfordista, hace necesario abordar al menos cuatro grandes cuestiones:

a) la insuficiencia de los ingresos derivados del empleo, bien cuando no se tienen (desempleo), bien cuando son bajos, inestables o discontinuos (empleo precario), bien cuando no se adecuan a las cargas familiares de quienes los tienen;

b) la creciente necesidad de cuidados a largo plazo para personas no plenamente autónomas, derivada del envejecimiento de la población;

c) la necesidad de ofrecer a los niños y niñas las mejores condiciones posibles para su desarrollo cognitivo, personal y social, condición cada vez más importante para su futura vida social adulta; y

d) ayudar a reconducir los desajustes y daños que producen en las vidas de las personas las rupturas en la vida laboral, familiar y social.

Dar respuesta a estos cuatro grandes retos, a estos cuatro «nuevos riesgos sociales» no es tarea exclusiva de los servicios sociales. De hecho, pienso que el primero debería quedar definitivamente fuera del campo de acción de los servicios sociales. En los otros tres, el papel de otros sectores (la sanidad, la educación y las políticas activas de empleo, respectivamente) es importante, pero no suficiente. En mi opinión, los servicios sociales que necesita nuestra sociedad son aquellos que puedan hacer una contribución decisiva en estos tres terrenos. Ello significa salir de su concepción de último escalón de repesca, para configurarse como un pilar (o varios?) del núcleo duro de la política social.

En este contexto, creo que el discurso político sobre los servicios sociales debería enmarcarse en una aceptación crítica del discurso de la «inversión social». Este discurso, hoy dominante en las instituciones europeas (aunque no tanto en las políticas nacionales), pone el énfasis en las acciones orientadas a potenciar al máximo el capital humano. Los tres retos de los servicios sociales son ejemplos típicos de las cuestiones centrales de las estrategias de inversión social. En ese sentido, propugnar un desarrollo de los servicios sociales que los convierta en servicios universales centrados en el desarrollo de la infancia, el apoyo a las personas que tienen que rehacer su vida y los cuidados de las personas dependientes es nadar a favor de esa corriente. Aceptación crítica porque es igualmente cierto que el discurso de la inversión social puede derivar hacia visiones puramente funcionales, como la consideración de las personas como simple capital humano, la obsesión por la activación laboral a cualquier precio o la idea de que con la suficiente formación todo el mundo encontrará un empleo satisfactorio. Pero hoy el sistema económico está excluyendo, dilapidando y destruyendo recursos humanos que no necesita en este momento, y su protección y potenciación puede leerse tanto en clave de rentabilidad social como de rescate de las personas.

Intentaré concretar una serie de orientaciones estratégicas para un desarrollo de los servicios sociales en España coherente con este planteamiento, para dar respuesta a las preguntas que aparecen en el programa. Se trata de unas ideas pintadas a brocha gorda, que necesitan de matizaciones y compromisos, pero que en mi humilde opinión son claves para el desarrollo futuro de los servicios sociales.

En primer lugar, creo que es necesario separar de modo claro el acceso a prestaciones económicas para cubrir las necesidades básicas de las personas de los servicios sociales. Creo que es necesario articular en nuestro país un sistema de garantía de rentas que supere el actual modelo «fordista» según el cual o se trabaja y entonces no hay problema, o se está en paro y se protege con una prestación contributiva o su prolongación asistencial. Ese modelo no sirve para nuestra sociedad ni nuestro mercado de trabajo. No es este el lugar para detallarlo (José Antonio Noguera hacía hace unos meses algunas propuestas en esta línea), pero debería incluir al menos los siguientes componentes para la población en edad de trabajar:

a) prestaciones universales por hijo a cargo de cuantía comparable a la de otros países como los 184 € al mes de Alemania (moduladas en cuantía o por la vía fiscal, si se quiere ajustar su equidad);

b) prestaciones individuales por búsqueda de empleo y/o formación generalizadas, si no universales;

c) una renta mínima para asegurar un mínimo de ingresos de cada hogar, complementaria de otras fuentes de ingresos, incluidos los del empleo que deben tratarse de forma que trabajar siempre salga a cuenta; y

d) un crédito o complemento fiscal cobrable por adelantado para el tramo inmediato superior de salarios modestos.

Este sistema de garantía de rentas debería estar separado de los servicios sociales, y construido sobre derechos subjetivos claros.

¿Qué papel le queda a los servicios sociales en relación con quienes sufren la pobreza y la exclusión? En mi opinión, unos servicios fundamentalmente dotados de personal de alta cualificación deben ofrecer a quienes pasan por esas situaciones acogida, orientación para acceder a las prestaciones (muy diferente de la concesión personalizada de las mismas), apoyo personal y emocional para iniciar procesos de reconducir y rehacer sus vidas y acceso a espacios de vinculación social y comunitaria. Las personas deben encontrarse con profesionales que les pueden echar una mano para rehacer sus vidas rotas, no con quienes tienen los recursos materiales que necesitan y a los que deben convencer de que se los den. La experiencia de muchas de las PAH indica que es posible y necesario hacerlo, puesto que incluso se ha hecho desde organizaciones más débiles que la administración. Y en los propios servicios sociales no faltan experiencias (aún hoy dispersas y limitadas) de que se puede hacer (ver el blog pasionporeltrabajosocial de Nacho Santás, por ejemplo).

En segundo lugar, creo que hay que plantear una reconducción del SAAD en varios aspectos. En mi opinión que sería un error «anclarlo» en la seguridad social. Respeto y comparto la preocupación de algunos de los que defienden su anclaje en la seguridad social, que se justifica por su tradición de garantía de derechos subjetivos y su homogeneidad territorial. Pero creo que hay que pensar bien si lo que queremos construir es un sistema de servicios adecuados, flexible y de calidad para la atención a la dependencia o un sistema para financiar a las personas para que compren esos servicios donde consideren oportuno. El anclaje en la seguridad social sería positivo para la segunda opción. Permitiría hacer llegar una prestación económica (vinculada o no) a cada persona dependiente en función de su grado y nivel de renta con bastante eficacia. Pero difícilmente puede esperarse de la seguridad social (central, no se olvide) la creación de un sistema de servicios de cuidados residenciales, de día y de atención a domicilio. ¿Duplicaría los existentes? ¿Los recentralizaría? ¿O los concertaría con las comunidades y municipios? Creo que ninguna de esas vías sería positiva. Desde el punto de vista del modelo, creo que habría que seguir la siguiente orientación general.

a) El nivel central tendría que reforzar el carácter de derecho subjetivo exigible de la atención a la dependencia. Ello puede hacerse con la regulación actual, reforzando los mecanismos de recurso y exigencia (como el suprimido pago retroactivo) y reforzando los sistemas de inspección y control a posteriori.

b) El nivel central debería abstenerse de cualquier intromisión en las formas concretas de organización y prestación de los servicios, que deben ser de la exclusiva responsabilidad de quien tiene que garantizar el derecho a los cuidados, que son las comunidades autónomas.

c) Las comunidades autónomas, en tanto que garantes del derecho, deben poder reorganizar los recursos necesarios, sean de titularidad propia, provincial o municipal.

d) La financiación debería romper con el actual modelo, conflictivo y propenso al agravio, de financiación compartida, para ir a un modelo de financiación exclusivamente autonómica. Cada nivel de gobierno debe recaudar los impuestos con los que se financien íntegramente sus responsabilidades ante los ciudadanos, sin perjuicio de algunos mecanismos compensatorios.

e) El sistema de copagos debería revisarse a fondo, con el fin de que deje de ser disuasorio (como es hoy) para cualquiera que gane más de la pensión mínima. Los copagos deberían centrarse en los costes de alojamiento y manutención en residencias y centros de día y reducirse al mínimo en los servicios domiciliarios.

f) Con independencia de su ubicación institucional, los SAAD autonómicos deberían iniciar procesos de cooperación e integración de la atención con los servicios de salud correspondientes. Ello implica alinear los sistemas, las divisiones territoriales, ajustar los copagos para evitar disfunciones y garantizar una visión y una «presupuestación» de conjunto.

En cuanto a los contenidos del SAAD, es fundamental salir de una visión reactiva a la demanda para abordar un enfoque proactivo, flexible y centrado y adaptado a las personas. El objetivo del SAAD no debe ser procesar solicitudes de valoración y generar PIAs, sino una gestión estratificada de los procesos de dependencia de las personas, en la línea de lo que representan en la sanidad las estrategias de cronicidad.

El frustrado estado (de bienestar) propio

Enric Juliana escribe hoy en La Vanguardia En defensa de Pasqual Maragall. Más allá del rifi-rafe poco elegante abierto con las palabras de Bono, Juliana ilustra sobre algunos de los dilemas políticos de las fuerzas políticas (cisibéricas y transibéricas) durante el proceso que hizo perder al PP el liderazgo político del milagro (con trampa, como todo milagro) económico 1995–2007 y cerró el ciclo pujolista.

Además (por debajo de, diría yo) de lo que Juliana explica creo que hay otro elemento, que en su momento fue explícito pero que después ha desaparecido de la mayoría los análisis. Los «hermanos Maragall» y lo que representaban trataron de redefinir el fundamento del autogobierno, desplazándolo desde lo identitario hacia las políticas de bienestar. La Generalitat debía ser el estado de bienestar catalán que se ganase el apoyo de los ciudadanos, no tanto por su capacidad de defender la lengua u otros símbolos de identidad (sin abandonarlos, desde luego), sino por su capacidad de articular un sistema educativo, sanitario y de servicios sociales ampliado, modernizado, eficaz y eficiente, con alguna incursión en la garantía de rentas (RMI renovada, prestaciones por hijos) aunque el núcleo de este campo —las pensiones— quedase en manos del gobierno central. Dicho de otro modo, de las partes fundamentales del estado de bienestar que emplean a técnicos y profesionales. Ese proyecto que debía suscitar la implicación de sus «tripulantes» (las clases medias formadas y funcionales que trabajamos en los servicios públicos) y de sus «pasajeros», los ciudadanos receptores de servicios. Un «patriotismo» mas sueco que francés, por así decir.

Pero era el proyecto tenía al menos dos puntos débiles. En primer lugar, suponía la ruptura con la modelo político catalán nacido de la transición, el bipartidismo de ensueño como lo ha llamado Josep Ramoneda. La Generalitat subvencionadora y orientada a la gestión privada de la sanidad, en manos de CiU, los ayuntamientos haciendo micropolíticas sociales locales y manteniendo su propia red de subvenciones, en manos del PSC. Los «hermanos Maragall» aspiraban a transformar radicalmente el modelo, cosa que sólo podía molestar a sus protagonistas (CiU «pujolista» y PSC «municipalista») y a sus beneficiarios en La Moncloa (aquellos que descubrieron que la clave de la gobernación de Sefarad es que Cataluña la gobierne CiU, el País Vasco lo gobierne el PNV y de Navarra se hable lo menos posible).

El segundo y principal problema radicaba en que tal proyecto de ampliación razonable del estado de bienestar empleador necesita de un sistema adecuado de financiación fiscal. En mi modesta opinión, la razón principal de la insuficiente financiación (que afecta a todo Sefarad) es un sistema fiscal que recauda menos de lo necesario para mantener el estado que los ciudadanos quieren tener y del que no estamos tan lejos. Recauda de menos, pero se ha podido evitar el mal trago de decir a los ciudadanos que hay que pagar más impuestos (sobre todo algunos, y no sólo los más ricos, tienen que pagarlos) «dopando» al estado con ingresos atípicos y coyunturales (inmobiliarios, sobre todo), gastándonos las cotizaciones sociales en otras cosas, comme d’habitude, y fondos europeos… hasta que se acabaron las tres cosas. Ese problema de fondo no lo quiere ver nadie en Sefarad (cis- ni transibérica) tal vez porque nadie quiere dar noticias desagradables, y menos cuando se está de fiesta. El otro gran obstáculo, que tampoco se ha querido ver, es el estrechamiento de los márgenes en una Eurolandia sin gobierno político-social y sometida a una creciente competencia global, como explica Claus Offe en Europa acorralada.

El lento naufragio del proyecto, hasta que embarrancó en los arrecifes de la crisis, podría explicar la acumulación de frustración entre las clases medias funcionales (que aspiran a prestar sus servicios de calidad en los servicios públicos y son fáciles de encontrar en el Proceso) y la creciente centralidad de la financiación en el debate político en Cataluña. De renegociar la financiación bajo el tripartito, al fallido pero no intentado pacto fiscal, al expolio fiscal y a la independencia como solución de financiación del estado del bienestar, ya no el proyecto maragaliano de ampliación, pero al menos para mantener lo existente.

Pienso que ahí está el nudo que une la tensión «social» de la crisis con la tensión «nacional» catalana, el cemento del Partido del Nos Vamos, sobre todo desde que CDC abandonó su entusiasmo inicial por la austeridad y el aligeramiento del estado de bienestar, probablemente vistos los riesgos que se expresaron en la Plaça de Catalunya y el Parc de la Ciutadella. En el resto de Sefarad la casta, la corrupción y la madrastra Merkel pueden jugar ese papel para ligar la mayonesa del Partido de la Ira. Dos movimientos que expresan frustraciones en parte justificadas, aunque no está nada claro que señalen la naturaleza real de los problemas, y menos que formulen soluciones posibles. Claro que entre una solución complicada y una sencilla, ¿quién elegiría la complicada?

Los servicios sociales, ¿hacia dónde?

por Manuel Aguilar Hendrickson

Algunas ideas sobre qué les sucede y hacia dónde deberían ir los servicios sociales, contadas en un encuentro de la UIMP. El vídeo está aquí (mi intervención empieza en el minuto 9.40).

La presentación aquí: MAguilar-UIMP 2014

Aire fresco en un agosto nublado

por Manuel Aguilar Hendrickson

Animado por el golpe de aire fresco que Quim Brugué y Ismael Peña-López han hecho correr hoy, me atrevo a plantear alguna duda que va un poco más allá del planteamiento de ambos. Son dudas sobre algo que creo que se adivina en ambos textos, pero que queda fuera de de la línea central de argumentación de los dos. Ambos abordan (en mi humilde opinión) las tensiones políticas que vivimos («vieja» vs. «nueva» política) desde un punto de vista de «procedimiento», de mecánica de funcionamiento del sistema político, y en ese campo coincido en lo fundamental con los dos. Pero se me hace difícil no escarbar un poco más allá.

¿Porqué el régimen democrático que hace pocos años casi nadie discutía (por diversas razones) aparece de pronto como un régimen que ha degenerado en la cleptocracia, la plutocracia y la ineptitud? La hipótesis que parece estar detrás de casi todos los planteamientos de regeneración democrática es que el sistema ha sido capturado por una «mafia» o «casta» o «élite extractiva» que se ha aprovechado de numerosos los defectos de funcionamiento del sistema de representación y de gobierno. Es probable que esa captura tenga bastante de cierta, pero no parece plausible que sea reciente. Cuando se tira del ovillo, parece que tal captura se remonta a la Transición, al Franquismo, a la Restauración o incluso a la Década Moderada o a 1714.

Se me ocurre otra hipótesis explicativa que tal vez sitúe el problema en otro terreno. El malestar con la «vieja» política podría tener su raíz en la percepción (ésta sí es novedosa) de que es incapaz de ofrecer condiciones de vida aceptables y perspectivas de futuro atractivas (ilusorias o no) a una mayoría «suficiente» del electorado. Esa pérdida de capacidad parece derivar de la creciente impotencia de los estados (tal como hoy existen) de gobernar un funcionamiento social y económico cuyo ámbito desborda las fronteras estatales, y cuyo objeto son más los flujos (de personas, de capitales) que los stocks (para los que se «diseñó» el estado moderno). Pérdida de capacidad que se ha formalizado en la pérdida progresiva de las palancas que definían el estado soberano: emisión de moneda, fijación de los tipos de interés, política «exterior y de defensa» autónoma.

Puede que mientras la «casta», «mafia» o «élite extractiva» nos ofrecía perspectivas aceptables, era el precio inevitable a pagar. Cuando deja de hacerlo, «descubrimos» que eran unos corruptos.

Si es así, me preocupan dos supuestos que subyacen a buena parte de la «nueva» política.

  1. La idea de que la voluntad soberana (es decir, liberada de barreras ilegítimas —«nacionales» o «mafiosas») del «pueblo» o de la «sociedad civil» lo puede casi todo. Si «decidimos» que Catalunya sea como Dinamarca o Finlandia, lo será. Si «decidimos» que España tenga una economía basada en el conocimiento, la sostenibilidad, el alto valor añadido y los salarios altos, la tendrá. Si no es así, será porque «otro» (España, la mafia…) limita o manipula «nuestra» voluntad. El problema aquí es doble. El que señala Quim Brugué (la «unidad» de voluntad de una sociedad plural y compleja es complicada) y la creencia en el poder «soberano» de la voluntad, que ignora restricciones y limitaciones de la realidad.
  2. La idea de que los ámbitos reducidos («lo pequeño es hermoso») son los que permiten organizar mejor el funcionamiento político. Lo local o lo pequeño tienen numerosas ventajas de «procedimiento» democrático, pero resultan cada vez menos relevantes para el gobierno de nuestras sociedades.

El sueño de que un ámbito «abarcable» por lo pequeño, si «queremos» y no nos lo impiden «otros», permite gobernar los flujos económicos y sociales que marcan nuestras vidas para hacerlos compatibles con una vida digna es comprensible y puede ser creíble. Pero no está nada claro de que sea ni viable ni sensato (condiciones difícilmente exigibles a los sueños, desde luego, pero sí a las propuestas políticas) en el mundo actual. El trilema de Rodrik formaliza el problema de fondo: no es posible tener a la vez Estado-nación, democracia y globalización. Como me temo que la globalización es algo que no está en nuestras manos suprimir, como mucho sería «modulable» a escala global, el sueño de la soberanía de la «voluntad popular» puede transformarse en una pesadilla.