por Manuel Aguilar Hendrickson
1. Renta mínima e inserción
Desde sus inicios, el concepto de renta mínima de inserción contiene elementos problemáticos. La RMI intenta combinar dos tipos de acción pública frente a la pobreza extrema. Por un lado, la acción redistributiva para asegurar a quienes dispongan de unos ingresos inferiores a un umbral (normalmente de subsistencia o de cobertura de necesidades muy básicas) una prestación económica que los complete hasta ese nivel. Por otra, a partir de la idea de que la pobreza económica suele estar vinculada a carencias y dificultades de tipo social, personal, formativo, etc., la oferta a la población «pobre» de servicios que favorezcan su «inserción», «integración» o «inclusión» social.
Formalmente, el vínculo suele realizarse estableciendo que las personas perceptoras de la renta mínima deberán acordar con los servicios la realización de actividades orientadas a su inserción social. La forma de combinar estos dos tipos de acciones (redistribución mediante prestaciones y servicios para la inserción) ha sido problemática desde sus inicios. Indicio de tales dificultades ha sido la diversidad de formas de concebir esa articulación.
En el debate parlamentario francés de 1988 la cuestión se polarizó en torno a los conceptos de «doble derecho» y «contrapartida».
La concepción de la «contrapartida» se fundaba en la idea de que quienes reciban de la colectividad medios para su subsistencia deben aceptar como «contraprestación» la participación en actividades formativas, laborales o sociales. Dentro de este enfoque, las interpretaciones varían también entre aquellas que ponen el acento en hacer «algo a cambio» para legitimar la prestación (y por tanto la utilidad intrínseca de su contenido es secundaria) y quienes lo ponen en que se trate de acciones eficaces para «sacar» a las personas de su situación, que constituyen una garantía de que su situación de falta de medios propios no se alargará en el tiempo.
En el extremo contrario, la idea de «doble derecho» pretendía mantener una cierta vinculación entre ambas acciones, pero reduciendo al mínimo la condicionalidad, al insistir en que se trata de dos derechos que, en principio, la persona ejercerá voluntariamente, y en la flexibilidad y la participación de la persona en la selección de las acciones.
La opción en el caso francés fue la del «doble derecho», que se tradujo en establecer que el acceso venía determinado por criterios de ingresos (y otras circunstancias personales como edad, residencia, etc.) y establecer que los perceptores debían acordar posteriormente con los servicios una serie de acciones a realizar. Aunque existía esta obligación, el énfasis en el carácter acordado y una gestión flexible, que incluía la aceptación de que en buena parte de los casos no habría contrato, hizo que se tratara de una condicionalidad limitada.
En el caso español, las rentas mínimas de inserción creadas desde 1989 han presentado diversas formas de abordar la cuestión, si bien en su mayoría se han inclinado hacia la idea de contrapartida. En el caso más extremo, el acceso a la renta mínima sólo se produce una vez que se ha diseñado y aceptado el «programa de inserción». En los demás, la formulación ha sido mayoritariamente la de una condicionalidad fuerte, que en ocasiones se ha utilizado para ajustar el número de perceptores a las disponibilidades presupuestarias. La principal excepción ha sido el caso del País Vasco, que ha ido limitando la intensidad de la condicionalidad.
Esta orientación hacia la contrapartida, que limita el carácter de derecho de la prestación, ha permitido la perpetuación de una forma de concebir la relación entre ciudadanos pobres y servicios que se puede calificar como de protección tutelar. Se trata de un modelo de atención que concibe a la persona pobre como un objeto de protección más que como un sujeto de derechos, y establece una relación muy desigual entre servicios y ciudadanos en favor de los primeros, que pueden decidir si «conviene» o no al ciudadano recibir las prestaciones y con qué condiciones.
2. Los problemas
Combinar en un dispositivo estrechamente integrado renta mínima e inserción plantea sobre todo problemas de tres tipos: a) los que tienen que ver con la relación entre ciudadanos e instituciones públicas; b) los que tienen que ver con las distintas poblaciones destinatarias de cada acción; y c) los que tienen que ver con las diferentes lógicas de acción de las prestaciones económicas y de la intervención social.
2.1. Ciudadanos, derechos, administración
En una sociedad democrática y en un estado de derecho, el acceso de los ciudadanos a las prestaciones públicas debe contar con garantías jurídicas que hagan posible respetar los principios de igualdad y seguridad jurídica. Ello requiere regular el acceso a las prestaciones en términos bien de derecho subjetivo bien de concurrencia.
Cuando se regulan como derecho subjetivo, se garantiza el acceso de todas las personas que cumplan con las condiciones y los requisitos de acceso previamente establecidos, allegando recursos adicionales si es necesario. Derecho subjetivo no significa derecho incondicional, salvo en contadas excepciones que tienen que ver con derechos civiles básicos. De hecho, la regulación de cualquier derecho subjetivo consiste precisamente en establecer las condiciones de acceso. La regulación de un derecho es casi siempre la exclusión de otra parte de la población del mismo. La regulación de las condiciones o requisitos de ejercicio de un derecho debe ser tan clara y objetiva como sea posible, y para ello dichos requisitos deben ser verificables de forma nítida y efectiva. La edad, el tiempo cotizado, los ingresos de que se dispone, tener menores a cargo o el grado de discapacidad son atributos verificables, aunque en algunos casos pueda costar cierto trabajo hacerlo. Las actitudes de las personas, su condición de «excluido», su «voluntad» de «incorporarse a la sociedad» son atributos ambiguos, muy abiertos a interpretaciones contradictorias y por tanto a graves arbitrariedades.
Cuando el acceso a una prestación pública no puede ser asegurado para todas las personas, con frecuencia porque existe una disponibilidad limitada de recursos, lo que procede es regular el acceso en términos de concurrencia. Es una práctica habitual en el acceso a becas, a viviendas de protección oficial o a la universidad pública. Normalmente se abre un plazo para que los que reúnen las condiciones de acceso lo soliciten, se ordenan las solicitudes mediante una serie de criterios tan objetivos y medibles como sea posible, y se concede el acceso hasta el agotamiento de las plazas o recursos disponibles.
La introducción de elementos discrecionales y de valoraciones interpretables distorsiona gravemente la seguridad jurídica y el principio de igualdad de trato que los ciudadanos tienen derecho a exigir de la administración. La debilidad de la posición social de muchos perceptores de prestaciones de asistencia social explica probablemente que no recurran con mayor frecuencia a la protección de los tribunales, que en muchos casos obligaría a objetivar las razones de concesión o denegación de las prestaciones. La obligación de acordar actuaciones «para la inserción» y la exigencia de «cumplimiento de las acciones fijadas» han sido utilizados con frecuencia como «cláusula indeterminada» que ha permitido una fuerte discrecionalidad y arbitrariedad en el acceso y la pérdida de las prestaciones.
En este sentido, parece necesario configurar el acceso a prestaciones como la renta mínima y similares como un derecho subjetivo y la de las ayudas extraordinarias, becas de comedor y otras similares en régimen de concurrencia, y reducir al máximo los elementos de discrecionalidad. Esta regulación clara y garantista es compatible con diversos grados de extensión y «generosidad» de las prestaciones, que dependerán de los objetivos de satisfacción de necesidades que fije la sociedad a través de sus instituciones y de los recursos que esté dispuesta a dedicar a tales finalidades.
2.2. Poblaciones diferentes
Un segundo problema importante en la articulación entre renta mínima y servicios para la inserción reside en la no (plena) coincidencia de las poblaciones necesitadas de una y de otra. La renta mínima la «necesitan» las personas que carecen de ingresos (tal como define tal carencia la normativa). El acompañamiento de los servicios sociales (y/o de empleo, salud o de otro tipo) lo necesitan las personas que se encuentran con dificultades especiales para desarrollar su proyecto de vida, de participación e inclusión social.
Estas dos poblaciones coinciden en parte, pero no del todo. Hay una parte de la población sin ingresos que tienen además problemas de incorporación social, pero otra parte de la misma no los tiene. Además, una parte de la población con dificultades sociales dispone de ingresos superiores al umbral de la renta mínima, bien de otras prestaciones, bien derivados del trabajo. Esta falta de coincidencia se ha hecho evidente cuando personas sin dificultades sociales especiales pero sin empleo han empezado a recurrir a la renta mínima, grupo que se ha denominado sucesivamente «nuevo perfil», «casos laborales», etc. Pero no habría que olvidar el otro grupo necesitado de acompañamiento, con ingresos, que queda relegado a un segundo plano si se prioriza la «inserción» como complemento de la renta mínima.
Además, las personas entran y salen de cada una de esas situaciones de manera relativamente fluida. Las personas necesitadas de acompañamiento no deberían ver cómo este se interrumpe (o cambia de responsables) cada vez que accedan a ingresos de otro tipo, y una parte de ellas necesita de apoyos puntuales, en momentos de especial dificultad o de crisis, y no durante todo el período de percepción de la prestación.
2.3. Lógicas de acción diferentes
El tercer tipo de problemas tiene que ver con las lógicas y las formas de acción de cada dispositivo, que son diferentes y en ocasiones contradictorias.
Una prestación económica de renta mínima tiene como finalidad elevar la disponibilidad de ingresos de una persona o familia, su «solvencia» o su capacidad adquisitiva hasta permitirle cubrir sus necesidades básicas. La afirmación que se ha repetido en muchas ocasiones en el sentido de que la finalidad de la renta mínima es la inserción no tiene demasiado sentido. Sería como afirmar que la prestación por incapacidad temporal (la «baja» por enfermedad) tiene como finalidad la curación del enfermo, cuando su función es asegurar un ingreso mientras no pueda trabajar a causa de la enfermedad. La finalidad de la renta mínima es corregir (a escala sin duda modesta) la distribución de la renta en la franja de población más pobre.
Eso supone que una renta mínima funciona bien cuando llega a la proporción más alta posible de la población con ingresos inferiores al baremo. La renta mínima no funciona «mal» porque llegue a muchas personas o porque éstas estén percibiéndola durante mucho tiempo. Funciona «mal» si hay personas sin ingresos que no la reciben (el «no-recurso») porque no la conocen, porque se desaniman de solicitarla, porque algún requisito las excluye, porque rechazan un posible estigma asociado a su percepción. Funciona también «mal» si hay personas que la perciben cuando disponen de ingresos suficientes (el «fraude»). La renta mínima funciona «bien» cuando hay pocas personas con derecho que «no recurren» y pocas personas sin derecho que la perciben indebidamente.
Que una parte mayor o menor de la población perciba la renta mínima por períodos más o menos prolongados de tiempo no muestra un mal (ni buen) funcionamiento de la renta mínima. Puede mostrar un buen o mal funcionamiento de los mecanismos de distribución de la renta (salarios, prestaciones, etc.), o puede reflejar una opción social por no interferir con esos mecanismos y corregir la distribución de la renta mediante la renta mínima.
Evidentemente, el diseño de la renta mínima debe tener en cuenta sus efectos como incentivo o desincentivo hacia determinadas conductas. Pero en primer lugar, ese problema se halla en el diseño de la renta mínima más que en su gestión o su relación con el acompañamiento social. Desde hace años se sabe que las rentas mínimas deben incluir mecanismos de «no penalización» por el acceso a salarios, y hay formas de diseño de las prestaciones que pueden reducir al mínimo tal efecto. En segundo lugar, conviene ser muy prudente con el uso de prestaciones como incentivos (o su retirada como incentivos negativos). Es sabido que los incentivos pueden desvirtuar las motivaciones intrínsecas y de tipo moral de los comportamientos. Un ejemplo frecuente es condicionar prestaciones de asistencia social a la escolarización de los menores. La obligación de escolarizar a los menores no depende ni deriva de la percepción de una prestación, sino de una obligación parental general y de un derecho y obligación de los menores, y vincular las dos cosas envía en mensaje de que la pérdida de la prestación puede ser el precio que da derecho a incumplir la escolarización.
En resumen, una renta mínima debe estar, en primer lugar, bien diseñada para reducir al mínimo los posible incentivos indeseados. Una vez diseñada, su gestión debe orientarse a (a) llegar a toda la población con derecho, (b) gestionar el acceso y el pago con rapidez y eficacia y (c) combatir el fraude.
Las acciones de apoyo y acompañamiento de la incorporación responden a una lógica muy diferente, la lógica de la intervención o el trabajo social.
La finalidad de tales acciones es facilitar a personas que tienen dificultades especiales para desarrollar su proyecto de vida, de participación e incorporación social un serie de apoyos que les ayuden a desarrollarlo en la medida de sus posibilidades. Esas dificultades pueden tener orígenes muy diversos. Suelen incluir elementos propios de las personas afectadas y también de su entorno y de las instituciones sociales. La discapacidad, los problemas graves de salud física o mental, los problemas con las drogas, los problemas con la justicia penal, las rupturas de parejas con hijos, la falta de redes y de vínculos sociales, sufrir la violencia de género o la discriminación por razones de origen, color de la piel, orientación sexual o de otro tipo son algunos de los factores que pueden conllevar dificultades añadidas para «hacer» o «rehacer» la vida, para participar razonablemente de la seguridad de existencia y las relaciones sociales que constituyen la inclusión social. Las personas que se ven afectadas por alguna de estas situaciones son muy diferentes entre sí, pero comparten (una parte de ellas, claro está) la necesidad de apoyos y acompañamiento para su proceso de desarrollo personal e integración social y comunitaria.
Lo que la experiencia de la intervención social muestra es que esos procesos de acompañamiento y desarrollo requieren de algunos elementos clave.
En primer lugar, son procesos que sólo pueden protagonizar las personas afectadas. No se le puede «rehacer la vida a otro». Como dice el lema de un programa británico de reinserción de exreclusos, «sólo los delincuentes pueden no-reincidir». Reconocer ese protagonismo de las propias personas afectadas por las dificultades condiciona el tipo y las formas de intervención. Significa, por ejemplo, que el «diagnóstico» sobre dónde se está y qué cuestiones hay que abordar en primer lugar o es compartido o no sirve de gran cosa. Un diagnóstico «objetivo» y «externo» puede ser de utilidad para el profesional, pero sólo es relevante para la persona en la medida en que lo comparte. Significa también, que la dirección del proceso y los ritmos del mismo han de ser aquellos que la persona pueda y sepa seguir. Ello no excluye la acción profesional, como es lógico. A las personas se nos puede intentar hacer ver cosas que no vemos, se nos puede aconsejar. No se puede «hacer en nuestro lugar».
En segundo lugar, los ritmos y las direcciones de los procesos vitales, incluidos los de «incorporación» son complejos e irregulares. Difícilmente pueden encorsetarse en modelos de «itinerario» predefinidos y en los plazos de la gestión administrativa. Hay procesos que con rapidez evolucionan hacia situaciones de autonomía de las personas para gestionarlos, y otros que se mantendrán durante largos períodos de tiempo. Hay procesos que empiezan por pequeñas cosas y avanzan hacia objetivos más ambiciosos (el modelo típico de la «escalera») y hay procesos que se desencadenan desde el abordaje de lo más complicado y de ahí se recomponen otras cuestiones (es el caso de modelos como el Housing First o algunas empresas de inserción). Los modelos de «talla única», de «one size fits all», de «el empleo siempre primero y cualquier empleo» para todo el mundo no sirven. Cuestión distinta es que la gestión del trabajo en los servicios pueda exigir agrupar formalmente las intervenciones por períodos de tiempo (semestres, años), recogerlas en documentos formalizados (convenios de inclusión, PIAs, etc.). Pero esos instrumentos son simples formas (contenedores) que deben tener contenidos mucho más flexibles y ajustados a los procesos reales de la vida de las personas.
En tercer lugar, los procesos de acompañamiento requieren de una relación de comunicación que incluya niveles importantes de confianza. Esta confianza requiere una delimitación clara de las responsabilidades que tiene y las que no tiene el profesional acompañante o referente, y requiere limitar los comportamientos instrumentales. Todo profesional tiene algunas obligaciones ineludibles de las que las personas atendidas deben ser conocedoras. Por ejemplo, un profesional tiene que actuar si sabe de una situación de desprotección o maltrato de un menor, o de peligro para otra persona. Pero no debe estar obligado a denunciar o tomar medidas ante cualquier comportamiento irregular o ilegal de la persona con la que trabaja. Que deba señalárselo a la persona y advertirle de las consecuencias posibles de sus acciones no significa que siempre deba responder. En especial, parece aconsejable que la decisión sobre el acceso o no a prestaciones no esté en manos del profesional acompañante.
Como hemos tratado de explicar, renta mínima y servicios de acompañamiento para la inclusión responden a lógicas diferentes y se dirigen a poblaciones sólo coincidentes en parte. Una vinculación excesiva entre ambas acciones corre serios peligros de desvirtuar ambas, y la experiencia de los últimos años lo pone en evidencia. Por un lado, un acceso a la renta mínima condicionado al establecimiento y cumplimiento de un acuerdo de inclusión puede convertir a la renta mínima en una prestación de acceso excesivamente discrecional y estigmatizante, con el riesgo de excluir a muchas de las personas que la deben recibir, extender la inseguridad jurídica y debilitar la ciudadanía. Por el lado contrario, corre el riesgo de convertir la intervención social para acompañar la inclusión en un mero trámite o en un simple mecansimo de control para combatir el fraude o disciplinar socialmente a poblaciones de las que se sospecha un comportamiento indeseable. Así, tanto la renta mínima como la intervención social se devalúan cuando la intención original era la de potenciar ambas.